lunes, 15 de diciembre de 2025

 

La Puerta Nueva y el Arco de la Estrella de Cáceres

 

El actual Arco de la Estrella, situado en la entrada principal al recinto monumental de la ciudad de Cáceres, constituye uno de los hitos arquitectónicos y simbólicos más relevantes del patrimonio histórico urbano cacereño. Su configuración actual es el resultado de un complejo proceso histórico que se inicia en el siglo XV con la construcción de la denominada “Puerta Nueva” y culmina en el siglo XVIII con la erección del arco que hoy conocemos. A lo largo de este proceso, el espacio fue escenario de acontecimientos políticos de primer orden, soporte de manifestaciones artísticas de gran valor devocional y objeto de conflictos jurisdiccionales entre las autoridades civiles y eclesiásticas.

El análisis de la Puerta Nueva y su sustitución por el Arco de la Estrella permite comprender no solo la evolución arquitectónica del acceso principal a la villa, sino también las transformaciones en las formas de representación del poder, la religiosidad popular y la articulación del espacio urbano en la Edad Moderna. Este trabajo aborda de manera sistemática los aspectos históricos, artísticos y jurídicos vinculados a este enclave, prestando especial atención a las intervenciones pictóricas del siglo XVI y a la reforma arquitectónica del siglo XVIII.

En el siglo XV se construyó en Cáceres la llamada “Puerta Nueva”, concebida como uno de los accesos principales al recinto amurallado de la villa. Este momento coincide con una etapa de especial relevancia política para la ciudad, integrada ya de pleno en la Corona de Castilla y sometida a un proceso de reafirmación de sus privilegios y ordenamientos jurídicos locales, conocidos como Fueros.

En este contexto, la Puerta Nueva adquirió un valor simbólico de primer orden al convertirse en el escenario del juramento solemne realizado por la reina Isabel I de Castilla en el año 1477, mediante el cual se comprometía a respetar y defender los Fueros de Cáceres. Este acto reforzaba la legitimidad del poder regio ante la comunidad local y garantizaba la pervivencia de sus derechos tradicionales. Dos años más tarde, en 1479, el rey Fernando II de Aragón reiteraría este compromiso, consolidando así la vinculación de la villa con los Reyes Católicos.

Estos juramentos, realizados en un espacio liminar entre el interior urbano y el exterior, subrayan la función simbólica de las puertas de la ciudad como lugares de encuentro entre la autoridad real y la comunidad urbana, así como su papel en la escenificación del poder político en la Baja Edad Media.

Durante el siglo XVI, la Puerta Nueva adquirió una dimensión religiosa de notable relevancia con la instalación de una capilla en su interior. En el nicho principal se pintó una imagen de Nuestra Señora de la Antigua, advocación mariana de amplia difusión y profunda devoción tanto en la península ibérica como en los territorios americanos durante la Edad Moderna.

La ejecución de esta pintura fue encargada al artista Lucas Holguín, quien realizó la obra al fresco. El contrato para la realización de la pintura fue formalizado en Cáceres ante el escribano Diego Pacheco el 23 de octubre de 1547, siendo el mecenas de la obra el corregidor de la villa, don Antonio Vázquez de Cepeda. Este patrocinio evidencia el interés de las autoridades civiles por promover manifestaciones artísticas de carácter devocional vinculadas a espacios públicos estratégicos.

La intervención pictórica de Holguín fue ambiciosa y compleja. El artista pintó un cielo estrellado de color azul en la bóveda de la capilla, mientras que en los cruceros dispuso cabezas de dragones, elementos de carácter simbólico y decorativo que remiten a la iconografía medieval y renacentista. En el centro de la composición se situaba la imagen de Nuestra Señora de la Antigua, flanqueada por dos ángeles que la coronaban, reforzando su condición de reina celestial.

A ambos lados de la capilla se dispusieron dos lienzos complementarios: uno representaba a San Jorge luchando contra el dragón junto a una doncella, iconografía estrechamente vinculada al patronazgo de este santo sobre la ciudad de Cáceres; el otro mostraba a Santiago Matamoros, figura emblemática de la tradición religiosa y militar de la monarquía hispánica.

La intervención de Holguín no se limitó al interior de la puerta. En el frontispicio exterior pintó el escudo de armas de la entonces villa de Cáceres y el escudo personal del corregidor Vázquez de Cepeda, subrayando de nuevo la imbricación entre poder civil, religiosidad y representación simbólica en el espacio urbano. Por este conjunto de trabajos, el pintor percibió la cantidad de 4.500 maravedíes y dos fanegas de trigo, contando además con la colaboración de otro pintor vecino de Cáceres, llamado Lesmes.

En el siglo XVIII, las necesidades urbanísticas y funcionales de la ciudad motivaron la sustitución de la antigua Puerta Nueva por una nueva estructura que facilitara el tránsito de carruajes hacia el Adarve y, desde allí, al palacio de los Toledo-Moctezuma. Esta intervención se enmarca en un contexto de reformas urbanas propias de la Ilustración, orientadas a mejorar la circulación y la racionalidad del espacio urbano.

Las obras se llevaron a cabo en el año 1726 bajo la dirección de Manuel de Larra Churriguera, arquitecto perteneciente a una destacada saga familiar. El nuevo arco fue diseñado como un arco escarzano trazado en esviaje, solución técnica que permitía salvar la irregularidad del trazado urbano y mejorar el acceso. La financiación de la obra corrió a cargo del conde de la Quinta de la Enjarada, don Bernardino de Carvajal, cuyo patrocinio quedó consignado en una lápida colocada sobre la clave del arco en su parte exterior.

La construcción del nuevo arco no estuvo exenta de conflictos. El conde de la Enjarada mantuvo diversos pleitos en los que intervinieron el obispo, el corregidor y los regidores de la villa de Cáceres, reflejo de las tensiones existentes entre las distintas instancias de poder en torno a la jurisdicción sobre el espacio urbano y los lugares considerados sagrados.

 

En el interior del nuevo arco destaca un templete de estilo neoclásico que alberga una efigie de Nuestra Señora de la Estrella, realizada en piedra de Salamanca. La imagen presenta vestiduras talladas con un acusado movimiento, reminiscente de la estética barroca, lo que genera un interesante diálogo estilístico entre la sobriedad arquitectónica del conjunto y la expresividad de la escultura.

Antes de la colocación de esta imagen existió otra, que sustituyó a la pintura original de Nuestra Señora de la Antigua. Algunos documentos del siglo XVIII mencionan dicha pintura bajo la advocación de Nuestra Señora de la Estrella, lo que pone de manifiesto un proceso de reinterpretación devocional y nominal de la imagen mariana. Esta escultura barroca, actualmente ubicada en el ábside de la capilla del Cementerio de Cáceres, está realizada en mármol y fue tallada en Badajoz por encargo del propio don Bernardino de Carvajal.

En la peana de la imagen se conserva una inscripción significativa: “VIRGEN DE LA ESTRELLA” y, más abajo, “CON VNA AVE MARIA 40 DIAS DE INDVLGENCIA”, lo que evidencia la concesión de indulgencias vinculadas a la devoción a esta imagen y refuerza su función espiritual dentro del espacio urbano.

El Arco de la Estrella sustituyó definitivamente a la Puerta Nueva, de la cual apenas se conserva un elemento material: una palomilla-candelabro gótica de hierro situada en el interior, al pie del templete, de la que actualmente pende un farol moderno. Este vestigio constituye un testimonio tangible del pasado medieval del enclave.

Desde el punto de vista arquitectónico, el arco se caracteriza por su amplitud, su trazado en esviaje y su arco rebajado, coronado por almenas y ornamentado con el escudo de Cáceres. Aunque el historiador Mélida afirmó que esta construcción era admirada “más de lo que merece”, lo cierto es que el conjunto ofrece una perspectiva agradable, una notable sobriedad formal y, especialmente en su interior, una belleza y originalidad que justifican su relevancia patrimonial.

El conde de la Enjarada solicitó y obtuvo licencia del Concejo para ampliar el pequeño altar donde se encontraba la imagen de Nuestra Señora de la Antigua, con el fin de colocar la nueva imagen de Nuestra Señora de la Estrella. Sin embargo, el obispo consideró que el espacio donde se hallaba la efigie mariana era lugar sagrado y, por tanto, exento de toda jurisdicción salvo la eclesiástica. En consecuencia, decidió ejecutar las obras sin solicitar permiso a la autoridad civil, derribando la bóveda de la Puerta Nueva y parte de la muralla a ambos lados, hecho que comunicó posteriormente al Concejo mediante un memorial.

La evolución de la Puerta Nueva al Arco de la Estrella constituye un ejemplo paradigmático de cómo los espacios urbanos concentran múltiples capas de significado histórico, artístico y simbólico. Desde los juramentos regios del siglo XV hasta las reformas ilustradas del siglo XVIII, este enclave ha sido testigo de la interacción entre poder político, devoción religiosa y transformación urbana.

La superposición de intervenciones artísticas, la persistencia de la advocación mariana y los conflictos jurisdiccionales asociados a su reforma revelan la complejidad de la gestión del espacio público en la Edad Moderna. El Arco de la Estrella no es, por tanto, únicamente un elemento arquitectónico, sino un verdadero compendio de la historia de Cáceres, en el que se entrelazan memoria, identidad y patrimonio.






 

Aportaciones artísticas del pintor Lucas Holguín

 

El presente texto aborda la figura del pintor cacereño Lucas Holguín, un artista activo a mediados del siglo XVI cuya biografía resulta fragmentaria y escasamente documentada. A partir de investigaciones realizadas principalmente por Tomás Pulido y Pulido y otros autores, así como de documentación notarial y eclesiástica conservada en archivos locales, se reconstruye parcialmente su trayectoria vital y profesional, destacando su papel dentro del panorama artístico extremeño del Renacimiento.

Las referencias biográficas sobre Lucas Holguín son muy limitadas. No se han localizado ni su partida de bautismo ni la de matrimonio de sus padres en el Archivo Diocesano de Coria-Cáceres. Sin embargo, aparecen menciones documentales que permiten situarlo con cierta precisión en Cáceres durante la primera mitad del siglo XVI. En 1545, un Lucas Holguín figura como testigo en una escritura de venta, lo que indica que era un adulto plenamente integrado en la vida jurídica y social de la villa.

Tomás Pulido sugiere que Holguín pudo haber trabajado como amanuense de escribanos, dada su frecuente presencia como testigo en documentos notariales y la vinculación de su familia con este oficio. De hecho, se conoce a otro Lucas Holguín que ejerció como escribano en Arroyo de la Luz hacia 1600, lo que refuerza la hipótesis de una tradición familiar ligada a la escritura y a la administración.

En cuanto a su filiación, se sabe que su madre fue Isabel Martín, esposa de Francisco Martín, carpintero fallecido en 1552. No obstante, no puede afirmarse con certeza que Francisco Martín fuera el padre biológico del pintor, ya que Lucas conservó el apellido Holguín, lo que sugiere la posibilidad de un matrimonio previo de su madre. En 1552, Lucas aparece otorgando una escritura de obligación junto a Hernando Ximénez como fiador.

Según Pulido, Lucas Holguín estuvo casado con Ana de Valverde, quien es mencionada como su viuda en el testamento de doña Beatriz de Figueroa, fechado en 1590, donde se le deja una manda de 2.000 maravedíes “por el amor que le tengo”. Lucas Holguín habría fallecido en 1563.

Lucas Holguín aparece con frecuencia como testigo en distintos poderes notariales entre 1558 y 1561, lo que confirma su presencia activa en la vida urbana de Cáceres. Entre estos documentos destaca un poder relacionado con el cobro de dineros procedentes de Indias y otro otorgado por presos de la cárcel local para apelar ante la Chancillería de Granada.

Un episodio relevante de su vida fue el conflicto judicial iniciado en 1561 por el clérigo Francisco Blázquez, quien acusó a Holguín de haber entrado armado en su casa con intención de matarlo. El proceso llegó a la Chancillería de Granada, donde, según Pulido, el pintor perdió la querella, lo que arroja luz sobre un aspecto conflictivo y poco conocido de su biografía.

 

Actividad artística en Cáceres

 

La actividad artística de Lucas Holguín se desarrolló principalmente en Cáceres y su entorno, donde trabajó como pintor de retablos, murales y elementos decorativos religiosos.

En la iglesia de Santa María la Mayor de Cáceres, aparecen en 1546 cuentas de fábrica en las que se le pagan pequeñas cantidades por trabajos pictóricos. Asimismo, en 1550 actuó como testigo en la almoneda organizada para las obras del altar mayor y la colocación del retablo principal, lo que evidencia su integración en los círculos artísticos locales.

Una de sus intervenciones más significativas en la ciudad fue la decoración pictórica de la Puerta Nueva, hoy conocida como Arco de la Estrella. En 1547, por encargo del corregidor Antonio Vázquez de Cepeda, Lucas Holguín pintó al fresco la capilla situada en dicha puerta, realizando un complejo programa iconográfico dedicado a Nuestra Señora de la Antigua, con un cielo estrellado, ángeles coronando a la Virgen, San Jorge, Santiago Matamoros y diversos elementos heráldicos. Por este trabajo cobró 4.500 maravedíes y dos fanegas de trigo, colaborando con otro pintor local llamado Lesmes.

Aunque esta obra desapareció tras la remodelación del arco en el siglo XVIII, su descripción documental permite valorar la importancia del encargo y la relevancia pública del pintor en la Cáceres del Quinientos.

Obras en Sierra de Fuentes

En Sierra de Fuentes, Lucas Holguín desarrolló una notable actividad. En 1552 contrató la pintura, dorado y estofado de la escultura de San Miguel del hospital homónimo, así como la decoración de la caja que contenía la imagen. La escultura ya existía desde al menos 1545, según una visita episcopal, pero fue intervenida por Holguín siete años después.

El Hospital de San Miguel formaba parte de una red de hospitales vinculados a la Orden de Santiago, con funciones asistenciales y devocionales. En la ermita se conservan los escudos de las familias Ulloa y Golfín, benefactoras del conjunto.

Posteriormente, en 1556, Holguín pintó el Sagrario y la alacena del tabernáculo en la iglesia parroquial de Sierra de Fuentes. Estas pinturas quedaron ocultas en 1572 con la colocación de un nuevo retablo mayor renacentista.

 




La ermita de Nuestra Señora del Salor (Torrequemada)

La obra más importante atribuida con certeza a Lucas Holguín fue la pintura del retablo de la ermita de Nuestra Señora del Salor, situada cerca de Torrequemada. Este retablo, hoy desaparecido, fue tallado por el entallador cacereño Francisco de Santillana, y su ejecución se prolongó entre 1557 y 1559.

La ermita del Salor es un edificio de origen gótico-mudéjar, con importantes pinturas murales de los siglos XIV y XV. Algunos autores atribuyeron erróneamente estas pinturas a Lucas Holguín, pero la investigación aclara que su intervención se limitó al retablo renacentista, documentado mediante dos escrituras notariales de 1557.

La relevancia del santuario se ve reforzada por su vinculación a una antigua cofradía de caballeros fundada en 1345 y por la continuidad del culto mariano a lo largo de los siglos, aunque la imagen original de la Virgen fue sustituida posteriormente por otra de vestir.

 










Participación en el retablo de Arroyo de la Luz

Finalmente, se documenta la participación de Lucas Holguín en el retablo mayor de Arroyo de la Luz, una de las obras más destacadas del Renacimiento extremeño. Según las cuentas de fábrica, Holguín intervino en tareas de dorado, estofado y pintura, junto a otros pintores locales y sevillanos.

El retablo fue diseñado por Alonso Hipólito entre 1548 y 1556, mientras que las pinturas principales corresponden a Luis de Morales en la década de 1560, y el dorado final fue realizado por Pedro de Aguirre en 1567. La presencia de Lucas Holguín en este proyecto confirma su integración en obras de gran envergadura y su colaboración con algunos de los artistas más relevantes del momento.

Lucas Holguín fue un pintor activo y reconocido en la Cáceres del siglo XVI, cuya figura, aunque poco documentada, se perfila como la de un artesano cualificado al servicio de instituciones religiosas y civiles. Su obra, en gran parte desaparecida, tuvo especial relevancia en la decoración de retablos, hospitales y espacios urbanos emblemáticos. Gracias a la documentación conservada y a los estudios de Tomás Pulido y otros investigadores, es posible valorar hoy su aportación al patrimonio artístico extremeño y situarlo dentro del contexto del Renacimiento español periférico.

domingo, 16 de noviembre de 2025

 

 

UN BODEGÓN INÉDITO DE JAIME DE JARAIZ

  

"Bodegón de manzanas"

Técnica: Óleo sobre lienzo.

Autor: Jaime de Jaraíz (1934-2007).

Firmado ángulo inferior izquierdo.

Medidas: 53 x 64 cm.

 Colección privada, Extremadura.

 

  

Composición y Disposición.-

 

La composición de este bodegón es clásica y cuidadosamente equilibrada. La estructura central está anclada en la cesta y el paño blanco que la envuelve, estableciendo un punto focal que se eleva de manera inusual. El artista rompe con la disposición tradicional al colocar una de las manzanas de forma precaria sobre la cesta, creando un eje vertical que atrae la mirada hacia arriba. Este gesto introduce una sutil tensión y dinamismo en una escena que, de otro modo, sería estática. Las otras cuatro manzanas están distribuidas alrededor de la base, formando un contrapeso horizontal que estabiliza el conjunto y guía la vista por la superficie. La forma general de la disposición evoca una pirámide, una estructura compositiva clásica que aporta solidez y orden a la obra.

 

Tratamiento de la Luz y el Color.-

 

El manejo del claroscuro es una de las características más destacadas de la pintura de Jaraíz. La luz, que parece provenir de una fuente única e intensa en la parte superior izquierda, no solo ilumina los objetos, sino que también los modela y les da volumen. Los brillos intensos en la superficie de las manzanas y los pliegues del paño blanco contrastan con las sombras profundas proyectadas sobre la base, creando un efecto dramático y tridimensional.

 

La paleta de colores es cálida y terrosa, dominada por los tonos rojos, amarillos y anaranjados de las manzanas, que resaltan de forma vibrante contra el fondo oscuro y neutro. El paño blanco actúa como un elemento de contraste y un punto de luz que magnifica el efecto lumínico sobre el conjunto.

 

            "Bodegón de manzanas" Medidas: 53 x 64 cm. Colección privada. Extremadura.

 

 

Técnica y Textura.-

 

El artista Jaime de Jaraíz demuestra una notable maestría técnica en la representación de las texturas. Las pinceladas son precisas y detalladas para capturar la rugosidad del cesto de mimbre, la suavidad y los pliegues de la tela, y la piel brillante e imperfecta de las manzanas. 

 

El realismo en la representación de los reflejos de luz sobre la fruta es particularmente convincente, sugiriendo la frescura y la solidez de cada objeto.

 

Conclusión e Interpretación.-

 

Esta obra es un excelente ejemplo de un bodegón contemporáneo que dialoga con la tradición pictórica española. Aunque el tema no puede ser más clásico, el artista lo aborda con una sensibilidad moderna, utilizando la luz y la composición para transformar objetos cotidianos en una escena de profunda belleza y presencia. 

 

La tensión que crea la manzana sobre la cesta añade un guiño conceptual, que invita al espectador a una contemplación más allá de la simple representación, demostrando el dominio técnico y la visión artística de Jaraíz. Su "visión metafísica" es muy acertada y nos revela una capa de significado que trasciende la simple representación.

 

El bodegón tradicionalmente se ha centrado en la belleza de lo cotidiano y la habilidad técnica. Sin embargo, en esta obra, la disposición deliberadamente inestable de la manzana sobre la cesta eleva el cuadro a un plano más conceptual. Esta tensión visual rompe con la placidez esperada de un bodegón y lo dota de un aire de misterio o incluso de fragilidad existencial.

 

El estilo realista de Jaime de Jaraíz se enmarca en una tradición figurativa y así el uso de la composición para crear esta sensación de extrañeza y quietud podría evocar una resonancia de los bodegones del Siglo de Oro español. En este subgénero, que se tan hizo popular a principios del siglo XVII, grandes maestros como Sánchez Cotán,  Alejandro de Loarte, van der Hamen o nuestro paisano Zurbarán, ya nos mostraron en sus magníficas obras, como simples objetos cotidianos, se disponían en composiciones insólitas para generar un sentido de enigma y una reflexión sobre la realidad más allá de su apariencia física.

 

Por tanto, más allá de un simple ejercicio de realismo, esta singular obra de Jaime de Jaraíz en estudio se podría interpretarse como una meditación visual sobre la precariedad del equilibrio y la belleza en la tensión. La manzana, símbolo clásico, ya no es solo un objeto, sino un elemento narrativo que nos invita a cuestionar la estabilidad aparente de las cosas. El arte, a través de la representación, tiene la capacidad de revelar la esencia profunda y universal de la existencia, y no solo sus manifestaciones externas

 

"La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia" Aristóteles.

 

 

 

martes, 11 de noviembre de 2025

 

Mayoral Dorado, Fernando Feliciano

 

Valencia de Alcántara (Cáceres), 14.IV.1930 – Valencia de Alcántara, 14.VI.2022. Escultor.

En 1947 asistió en Salamanca a la Escuela de Artes y Oficios, ciudad cultural y universitaria en la que centraría su residencia quince años después, no sin antes finalizar sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando en Madrid y residir algunos años en París. En 1957 viajó a Italia pensionado por el Ministerio de Asuntos Exteriores. Trabajó con el arquitecto Pier Luigi Nervi. Consiguió en 1965 la Cátedra de Dibujo de enseñanza media, ejerciendo su labor en Salamanca en el instituto nacional Torres Villarroel.

En 1953 obtuvo su primer premio de escultura otorgado por el Casino de Salamanca, un año después lo volvió a conseguir, esta vez como pintor (tuvo varios premios en su trayectoria artística); premio por el monumento a San Juan de la Cruz (Salamanca, 1992); premio al boceto presentado en Trujillo para el Monumento al Mestizaje, con la efigie de Francisca Pizarro Yupanqui (1992).

En sus obras resalta la plástica neofigurativa hacia la que ha dirigido sus pasos. Su escultura está cargada de sugerencias expresivas y simbólicas y se encuadra dentro de la tendencia del “espacialismo vital” de los estilos figurativos contemporáneos, según la cual el dinamismo de la figura, expresado en gestos de gran fuerza, genera su propio espacio vital.

Ha realizado numerosas exposiciones, entre las que se pueden citar la de Galería La Araigne de Le Pouldu (Francia, 1965-1966); en 1971, en la Primera Bienal de Pontevedra; en 1973, en el Salón de Otoño de Sevilla y un año después en el Salón de Primavera de la ciudad hispalense. En la década de 1980 presentó sus obras en varias exposiciones (Bienal de Valdepeñas; en la Galería Winker de Salamanca; exposición itinerante de la Diputación de Salamanca; de la Caja de Ahorros de Pontevedra y Vigo; en la Galería Artis de Salamanca).

Utilizó en sus obras distintos materiales, como el hierro, el bronce, la piedra y el poliéster. En 1956 ejecutó su primera gran obra de envergadura, una escultura de hierro para el Ayuntamiento de Salamanca titulada El alma de la ciudad, que actualmente está en los jardines de los comedores universitarios. Fue autor del mural en piedra para el instituto de enseñanza media Fray Luis de León en Salamanca (1962), también en esta ciudad cultural realizó la decoración de la Escuela de Estudios Empresariales (1963) y un medallón de Lord Wellington en la Plaza Mayor de Salamanca (1980). Realizó monumentos públicos, como el busto del cronista oficial de Trujillo, sacerdote y fundador de congregaciones religiosas Juan Tena Fernández (1972), en el paseo del Campillo; el monumento de realización naturalista al médico Ignacio Lorenzo Laguardia en Torrecillas de la Tiesa; al doctor Joaquín Jiménez Sánchez, en Madroñera (1964); o retratos a políticos como el de Fraga Iribarne, para su domicilio en Villalba (Lugo, 1968). Hizo obras religiosas como una Santa Teresa para el Carmen de Boulogne de París (1967) o una Virgen en madera policromada para la iglesia de la Encarnación de Valencia de Alcántara. También en madera policromada esculpió el paso de Semana Santa de la Santa Cena, para la cofradía de la Vera Cruz de Zamora (1990), previo premio en el Concurso Nacional.

Es una de las obras de las que más orgulloso se sentía el autor. En 1987 se celebró en Zamora el Primer Congreso Nacional de cofradías de Semana Santa en el que se alcanzó un compromiso entre Ayuntamiento y Diputación para financiar a partes iguales un grupo escultórico. En 1988 la Junta Pro Semana Santa convocó un concurso nacional para la realización de una nueva Santa Cena que sustituyera a la realizada en 1943 por Ricardo Segundo. El fallo del jurado (mayo de 1989) dejaba desierto el concurso y adjudicaba un segundo premio a la maqueta presentada por Mayoral. El mismo año se acordó el encargo directo al escultor después de importantes mejoras presentadas a la maqueta primitiva. La escena representada, la Última Cena, está organizada en torno a una mesa que servirá de eje, presidida por la imagen de Jesús de pie. Los apóstoles aparecen en actitudes dialogantes entre sí o contemplando a Cristo, sin que existan repeticiones en la composición, sino que todas y cada una de las formas consiguen una expresión individualizada sin detrimento del conjunto, que permiten su valoración independiente, logrando un buen ritmo compositivo. Hay, siguiendo la tradición de la imaginería castellana, un barroquismo del gesto, del plegado de los ropajes, exigido por la perspectiva de conjunto en la que se va a contemplar la obra, concebida para la procesión. La mesa procesional es diseño del propio escultor. Desfiló por primera vez el 28 de marzo de 1991 en la tarde del Jueves Santo en la cofradía de la Vera Cruz.

Ese mismo año ejecutó en poliéster su original versión expresionista de San Pedro de Alcántara para la exposición San Pedro de Alcántara y su tiempo (Cáceres, 1990). En 1993, el presidente de la Junta de Castilla y León inauguraba el medallón de Alberto de Churriguera, ejecutado por Mayoral, en la Plaza Mayor de Salamanca. Un año después realizaba la escultura de María Auxiliadora en piedra, para la fachada de su santuario salmantino. Desde entonces, sus miras artísticas y encargos han ido de la mano de la imaginería semanantera; realizó un Calvario para el retablo mayor de la parroquia de San Juan Evangelista de Santiago de Compostela (1996) o el Crucificado de madera para la cofradía de las Siete Palabras de Zamora, aunque también recibió encargos públicos como el monumento en bronce de la Beata sor Eusebia Palomino para Cantalpino (Salamanca, 1998) o la estatua en bronce de Alberto de Churriguera (Ayuntamiento de Salamanca, 1998). Entre sus últimas obras, hay que destacar el grupo escultórico de Las comadres (Ayuntamiento de Salamanca para la plaza de San Justo, 1999); la ejecución de La conversión del centurión (Zamora, 2000); el Monumento a Gonzalo Torrente Ballester (Salamanca, 2000) o el busto en bronce de Segundo Cid (Galicia, 2000).

Sin duda alguna, Fernando Mayoral fue el artista extremeño que, fuera de su región, más encargos recibió y ello es un claro ejemplo de su aclamada fama como excelente realizador de esculturas que deben perdurar para el deleite de todos los amantes del arte y de la historia.

 

Obras de ~: El alma de la ciudad, jardines de los comedores universitarios, Salamanca, 1956; Mural del instituto de enseñanza media Fray Luis de León, Salamanca, 1962; Decoración de la Escuela de Estudios Empresariales, Salamanca, 1963; Monumento a Joaquín Jiménez Sánchez, Madroñera (Cáceres), 1964; Retrato de Fraga Iribarne, 1968; Santa Teresa, Carmen de Boulogne, París, 1967; Medallón de Lord Wellington, Plaza Mayor, Salamanca, 1980; Paso de Semana Santa de la Santa Cena, Zamora, 1990; San Pedro de Alcántara (poliéster), Cáceres, 1990; Monumento a San Juan de la Cruz, Salamanca, 1992; Calvario para retablo mayor de la parroquia de San Juan Evangelista, Santiago de Compostela, 1996; Monumento a la beata sor Eusebia Palomino, Cantalpino (Salamanca), 1998; Estatua de Alberto de Churriguera, Salamanca, 1998; Grupo Las comadres, plaza de San Justo, Salamanca, 1999; La conversión del centurión, Zamora, 2000; Monumento a Gonzalo Torrente Ballester, Salamanca, 2000; Busto de Germán Sánchez Ruipérez, 2001; Monumento a Alberto Churriguera, 2005; Monumento a Vicente del Bosque, 2017; Cristo de la Humildad, 2017.

 

Bibl.: F. J. Pizarro Gómez y M. Terrón Reynolds, Catálogo de los fondos pictóricos y escultóricos de la Diputación Provincial de Cáceres, Cáceres, Institución Cultural El Brocense, 1989, pág. 298; VV. AA., Plástica extremeña, Salamanca, Caja Badajoz, 1990; J. A. Ramos Rubio, “Los escultores de la provincia cacereña en el siglo XX. Trayectoria artística”, en Alcántara (Seminario de Estudios Cacereños, Institución Cultural El Brocense-Diputación Provincial de Cáceres), 50 (mayo-agosto de 2000), págs. 45-73.

 

 

JACINTO RUIZ DE MENDOZA

 

En la historia de la Guerra de la Independencia española brillan nombres que, con justicia, la memoria popular ha consagrado en mármol, bronce y liturgia patriótica. Entre ellos figuran inmortales los capitanes de Artillería Luis Daoiz y Pedro Velarde, héroes indiscutibles del levantamiento madrileño del 2 de mayo de 1808. Sin embargo, durante décadas permaneció en la penumbra la figura del tercer protagonista de aquel dramático episodio: el teniente Jacinto Ruiz y Mendoza, cuyo valor y abnegación fueron decisivos en la defensa del Parque de Artillería de Monteleón. Su existencia transitó, primero, por la disciplina silenciosa de los cuarteles, después por el fuego y la sangre del levantamiento, y finalmente hacia un lugar de muerte y olvido, lejos de su tierra natal. Fue en Trujillo, ciudad extremeña cargada de historia, donde terminó la vida del héroe que el tiempo relegó a la sombra de sus propios compañeros.

Jacinto Ruiz nació en Ceuta en el seno de una familia militar. Su padre, Antonio Ruiz, era subteniente de Infantería, y su madre, Josefa Mendoza, pertenecía igualmente a un linaje noble. El ambiente en que se crió fue el de la vocación de servicio al rey y al ejército, tradición que heredaba de dos generaciones: tanto su padre como su abuelo habían servido en el Regimiento Fijo de Ceuta. Por ello, no sorprende que el joven Jacinto, con apenas quince años, obtuviera la gracia de cadete e ingresara en dicho cuerpo el 17 de agosto de 1795.

Su carrera avanzó con disciplina constante, sin estridencias ni honores particulares. En 1800 alcanzó el grado de segundo subteniente, y tras el correspondiente periodo de prácticas, fue destinado al Regimiento de Voluntarios del Estado. Sus superiores lo describían como oficial de buena conducta, aplicado y formal. Nada hacía presagiar que aquel joven, cuya trayectoria parecía destinada a la discreción del servicio rutinario, se convertiría en símbolo de heroísmo popular.

El ascenso a teniente, el 12 de marzo de 1807, le situó ya en Madrid cuando se inició la crisis política que desembocaría en el levantamiento. El país asistía, impotente, a la progresiva ocupación francesa. Las renuncias al trono, primero por Carlos IV y luego por Fernando VII en Bayona, habían sembrado el desconcierto. Y mientras, el general Murat, lugarteniente de Napoleón en España, ordenaba la movilización de la familia real hacia territorio francés. El pueblo madrileño sintió aquello como despojo y traición. La indignación estalló en la mañana del 2 de mayo de 1808.

El teniente Ruiz se hallaba enfermo aquel día, aquejado por fuertes fiebres. Pero la convulsión que agitaba Madrid no le permitió permanecer en reposo. Se presentó en su cuartel en la calle Ancha de San Bernardo, desde donde fue enviado al Parque de Artillería de Monteleón bajo las órdenes del capitán Goicoechea. Allí halló al capitán Luis Daoiz, indeciso entre obedecer las órdenes superiores de mantenerse al margen o sumarse al pueblo que reclamaba auxilio.

La decisión que tomaría aquel reducido grupo marcaría la historia: abrir las puertas del Parque y armar al pueblo que clamaba defensa frente al invasor. Antes, fue necesario reducir a la guardia francesa apostada en el recinto. Aquí intervino directamente Ruiz, quien, al mando de su compañía, logró rodear y desarmar a los soldados enemigos, tomando prisioneros a más de setenta hombres. Era el primer acto decisivo de resistencia organizada contra la ocupación napoleónica en Madrid.

Lo que siguió fue un combate desigual. Apenas un centenar de hombres españoles, con cinco cañones, se enfrentaron durante más de tres horas a más de dos mil soldados franceses de la División Lefranc. Ruiz, con conocimientos de artillería adquiridos años atrás, operó uno de los cañones con precisión y energía, alentando a civiles y soldados por igual.

Durante el combate fue herido en el brazo izquierdo, pero, tras contener la hemorragia con un pañuelo, regresó a su puesto sin vacilar. Fue también él quien advirtió la maniobra engañosa del coronel Montholon, que intentaba parlamentar mientras avanzaba su infantería. Ruiz ordenó disparar, frustrando la estratagema y prolongando la resistencia.

Pero el número terminó imponiéndose. Daoiz cayó, luego Velarde. Ruiz recibió un disparo que atravesó su cuerpo de espalda a pecho. Su cadáver fue dado por muerto entre los demás, hasta que un médico francés comprobó que aún respiraba.

Trasladado a una casa particular, Jacinto Ruiz fue cuidado en secreto para evitar su ejecución. Su recuperación fue lenta y dolorosa. Un mes después, aún con la herida abierta, logró huir hacia Extremadura acompañado por amigos y camaradas. Fue recibido en Badajoz con honores, y pese a su grave estado insistió en reincorporarse al Ejército de Extremadura.

Sin embargo, su salud no volvería a ser la misma. Las infecciones derivadas de su herida y los esfuerzos del servicio terminaron por quebrar su resistencia física. En Trujillo, donde contaba con parientes, redactó testamento el 11 de marzo de 1809. Falleció dos días después, el 13 de marzo, a los 28 años de edad. Fue enterrado en la iglesia de San Martín.

Mientras Daoiz y Velarde fueron elevados a la gloria patriótica por decretos, monumentos y títulos nobiliarios, Jacinto Ruiz cayó en el olvido. Su padre reclamó repetidamente reconocimiento para su hijo, pero la administración lo ignoró durante décadas. Solo a partir de 1888, gracias al artículo “Homenaje a un mártir olvidado de nuestra independencia”, publicado en El Ejército Español por el teniente Alcántara Berenguer, comenzó la reivindicación de su memoria.

Se erigieron monumentos en Madrid y en su Ceuta natal, y en 1909 sus restos fueron solemnemente trasladados desde Trujillo al monumento del Dos de Mayo en la capital.

Jacinto Ruiz representa el arquetipo del héroe no proclamado, del oficial que, sin ambición ni mandato, se alza movido únicamente por el deber y la dignidad. Su vida resume el despertar de un pueblo que, frente a la imposición extranjera, halló en la defensa de la religión, la patria y el rey una causa común.

En su muerte humilde y silenciosa se cifra la grandeza del sacrificio que sostiene la historia: el heroísmo que no pide memoria, pero la merece.