JACINTO RUIZ DE MENDOZA
En la historia de la
Guerra de la Independencia española brillan nombres que, con justicia, la
memoria popular ha consagrado en mármol, bronce y liturgia patriótica. Entre
ellos figuran inmortales los capitanes de Artillería Luis Daoiz y Pedro
Velarde, héroes indiscutibles del levantamiento madrileño del 2 de mayo de
1808. Sin embargo, durante décadas permaneció en la penumbra la figura del
tercer protagonista de aquel dramático episodio: el teniente Jacinto Ruiz y
Mendoza, cuyo valor y abnegación fueron decisivos en la defensa del Parque de
Artillería de Monteleón. Su existencia transitó, primero, por la disciplina
silenciosa de los cuarteles, después por el fuego y la sangre del
levantamiento, y finalmente hacia un lugar de muerte y olvido, lejos de su tierra
natal. Fue en Trujillo, ciudad extremeña cargada de historia, donde terminó la
vida del héroe que el tiempo relegó a la sombra de sus propios compañeros.
Jacinto Ruiz nació en
Ceuta en el seno de una familia militar. Su padre, Antonio Ruiz, era subteniente
de Infantería, y su madre, Josefa Mendoza, pertenecía igualmente a un linaje
noble. El ambiente en que se crió fue el de la vocación de servicio al rey y al
ejército, tradición que heredaba de dos generaciones: tanto su padre como su
abuelo habían servido en el Regimiento Fijo de Ceuta. Por ello, no sorprende
que el joven Jacinto, con apenas quince años, obtuviera la gracia de cadete e
ingresara en dicho cuerpo el 17 de agosto de 1795.
Su carrera avanzó con
disciplina constante, sin estridencias ni honores particulares. En 1800 alcanzó
el grado de segundo subteniente, y tras el correspondiente periodo de
prácticas, fue destinado al Regimiento de Voluntarios del Estado. Sus
superiores lo describían como oficial de buena conducta, aplicado y formal. Nada
hacía presagiar que aquel joven, cuya trayectoria parecía destinada a la
discreción del servicio rutinario, se convertiría en símbolo de heroísmo
popular.
El ascenso a teniente,
el 12 de marzo de 1807, le situó ya en Madrid cuando se inició la crisis política
que desembocaría en el levantamiento. El país asistía, impotente, a la
progresiva ocupación francesa. Las renuncias al trono, primero por Carlos IV y
luego por Fernando VII en Bayona, habían sembrado el desconcierto. Y mientras,
el general Murat, lugarteniente de Napoleón en España, ordenaba la movilización
de la familia real hacia territorio francés. El pueblo madrileño sintió aquello
como despojo y traición. La indignación estalló en la mañana del 2 de mayo de
1808.
El teniente Ruiz se
hallaba enfermo aquel día, aquejado por fuertes fiebres. Pero la convulsión que
agitaba Madrid no le permitió permanecer en reposo. Se presentó en su cuartel
en la calle Ancha de San Bernardo, desde donde fue enviado al Parque de
Artillería de Monteleón bajo las órdenes del capitán Goicoechea. Allí halló al
capitán Luis Daoiz, indeciso entre obedecer las órdenes superiores de
mantenerse al margen o sumarse al pueblo que reclamaba auxilio.
La decisión que tomaría
aquel reducido grupo marcaría la historia: abrir las puertas del Parque y armar
al pueblo que clamaba defensa frente al invasor. Antes, fue necesario reducir a
la guardia francesa apostada en el recinto. Aquí intervino directamente Ruiz,
quien, al mando de su compañía, logró rodear y desarmar a los soldados enemigos,
tomando prisioneros a más de setenta hombres. Era el primer acto decisivo de
resistencia organizada contra la ocupación napoleónica en Madrid.
Lo que siguió fue un
combate desigual. Apenas un centenar de hombres españoles, con cinco cañones,
se enfrentaron durante más de tres horas a más de dos mil soldados franceses de
la División Lefranc. Ruiz, con conocimientos de artillería adquiridos años
atrás, operó uno de los cañones con precisión y energía, alentando a civiles y
soldados por igual.
Durante el combate fue
herido en el brazo izquierdo, pero, tras contener la hemorragia con un pañuelo,
regresó a su puesto sin vacilar. Fue también él quien advirtió la maniobra
engañosa del coronel Montholon, que intentaba parlamentar mientras avanzaba su
infantería. Ruiz ordenó disparar, frustrando la estratagema y prolongando la
resistencia.
Pero el número terminó
imponiéndose. Daoiz cayó, luego Velarde. Ruiz recibió un disparo que atravesó
su cuerpo de espalda a pecho. Su cadáver fue dado por muerto entre los demás,
hasta que un médico francés comprobó que aún respiraba.
Trasladado a una casa
particular, Jacinto Ruiz fue cuidado en secreto para evitar su ejecución. Su
recuperación fue lenta y dolorosa. Un mes después, aún con la herida abierta,
logró huir hacia Extremadura acompañado por amigos y camaradas. Fue recibido en
Badajoz con honores, y pese a su grave estado insistió en reincorporarse al
Ejército de Extremadura.
Sin embargo, su salud
no volvería a ser la misma. Las infecciones derivadas de su herida y los esfuerzos
del servicio terminaron por quebrar su resistencia física. En Trujillo, donde
contaba con parientes, redactó testamento el 11 de marzo de 1809. Falleció dos
días después, el 13 de marzo, a los 28 años de edad. Fue enterrado en la
iglesia de San Martín.
Mientras Daoiz y
Velarde fueron elevados a la gloria patriótica por decretos, monumentos y
títulos nobiliarios, Jacinto Ruiz cayó en el olvido. Su padre reclamó
repetidamente reconocimiento para su hijo, pero la administración lo ignoró
durante décadas. Solo a partir de 1888, gracias al artículo “Homenaje a un
mártir olvidado de nuestra independencia”, publicado en El Ejército Español por el teniente Alcántara Berenguer, comenzó la
reivindicación de su memoria.
Se erigieron monumentos
en Madrid y en su Ceuta natal, y en 1909 sus restos fueron solemnemente
trasladados desde Trujillo al monumento del Dos de Mayo en la capital.
Jacinto Ruiz representa
el arquetipo del héroe no proclamado, del oficial que, sin ambición ni mandato,
se alza movido únicamente por el deber y la dignidad. Su vida resume el
despertar de un pueblo que, frente a la imposición extranjera, halló en la
defensa de la religión, la patria y el rey una causa común.
En su muerte humilde y silenciosa se cifra la grandeza del sacrificio que sostiene la historia: el heroísmo que no pide memoria, pero la merece.

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