martes, 11 de noviembre de 2025

 

JACINTO RUIZ DE MENDOZA

 

En la historia de la Guerra de la Independencia española brillan nombres que, con justicia, la memoria popular ha consagrado en mármol, bronce y liturgia patriótica. Entre ellos figuran inmortales los capitanes de Artillería Luis Daoiz y Pedro Velarde, héroes indiscutibles del levantamiento madrileño del 2 de mayo de 1808. Sin embargo, durante décadas permaneció en la penumbra la figura del tercer protagonista de aquel dramático episodio: el teniente Jacinto Ruiz y Mendoza, cuyo valor y abnegación fueron decisivos en la defensa del Parque de Artillería de Monteleón. Su existencia transitó, primero, por la disciplina silenciosa de los cuarteles, después por el fuego y la sangre del levantamiento, y finalmente hacia un lugar de muerte y olvido, lejos de su tierra natal. Fue en Trujillo, ciudad extremeña cargada de historia, donde terminó la vida del héroe que el tiempo relegó a la sombra de sus propios compañeros.

Jacinto Ruiz nació en Ceuta en el seno de una familia militar. Su padre, Antonio Ruiz, era subteniente de Infantería, y su madre, Josefa Mendoza, pertenecía igualmente a un linaje noble. El ambiente en que se crió fue el de la vocación de servicio al rey y al ejército, tradición que heredaba de dos generaciones: tanto su padre como su abuelo habían servido en el Regimiento Fijo de Ceuta. Por ello, no sorprende que el joven Jacinto, con apenas quince años, obtuviera la gracia de cadete e ingresara en dicho cuerpo el 17 de agosto de 1795.

Su carrera avanzó con disciplina constante, sin estridencias ni honores particulares. En 1800 alcanzó el grado de segundo subteniente, y tras el correspondiente periodo de prácticas, fue destinado al Regimiento de Voluntarios del Estado. Sus superiores lo describían como oficial de buena conducta, aplicado y formal. Nada hacía presagiar que aquel joven, cuya trayectoria parecía destinada a la discreción del servicio rutinario, se convertiría en símbolo de heroísmo popular.

El ascenso a teniente, el 12 de marzo de 1807, le situó ya en Madrid cuando se inició la crisis política que desembocaría en el levantamiento. El país asistía, impotente, a la progresiva ocupación francesa. Las renuncias al trono, primero por Carlos IV y luego por Fernando VII en Bayona, habían sembrado el desconcierto. Y mientras, el general Murat, lugarteniente de Napoleón en España, ordenaba la movilización de la familia real hacia territorio francés. El pueblo madrileño sintió aquello como despojo y traición. La indignación estalló en la mañana del 2 de mayo de 1808.

El teniente Ruiz se hallaba enfermo aquel día, aquejado por fuertes fiebres. Pero la convulsión que agitaba Madrid no le permitió permanecer en reposo. Se presentó en su cuartel en la calle Ancha de San Bernardo, desde donde fue enviado al Parque de Artillería de Monteleón bajo las órdenes del capitán Goicoechea. Allí halló al capitán Luis Daoiz, indeciso entre obedecer las órdenes superiores de mantenerse al margen o sumarse al pueblo que reclamaba auxilio.

La decisión que tomaría aquel reducido grupo marcaría la historia: abrir las puertas del Parque y armar al pueblo que clamaba defensa frente al invasor. Antes, fue necesario reducir a la guardia francesa apostada en el recinto. Aquí intervino directamente Ruiz, quien, al mando de su compañía, logró rodear y desarmar a los soldados enemigos, tomando prisioneros a más de setenta hombres. Era el primer acto decisivo de resistencia organizada contra la ocupación napoleónica en Madrid.

Lo que siguió fue un combate desigual. Apenas un centenar de hombres españoles, con cinco cañones, se enfrentaron durante más de tres horas a más de dos mil soldados franceses de la División Lefranc. Ruiz, con conocimientos de artillería adquiridos años atrás, operó uno de los cañones con precisión y energía, alentando a civiles y soldados por igual.

Durante el combate fue herido en el brazo izquierdo, pero, tras contener la hemorragia con un pañuelo, regresó a su puesto sin vacilar. Fue también él quien advirtió la maniobra engañosa del coronel Montholon, que intentaba parlamentar mientras avanzaba su infantería. Ruiz ordenó disparar, frustrando la estratagema y prolongando la resistencia.

Pero el número terminó imponiéndose. Daoiz cayó, luego Velarde. Ruiz recibió un disparo que atravesó su cuerpo de espalda a pecho. Su cadáver fue dado por muerto entre los demás, hasta que un médico francés comprobó que aún respiraba.

Trasladado a una casa particular, Jacinto Ruiz fue cuidado en secreto para evitar su ejecución. Su recuperación fue lenta y dolorosa. Un mes después, aún con la herida abierta, logró huir hacia Extremadura acompañado por amigos y camaradas. Fue recibido en Badajoz con honores, y pese a su grave estado insistió en reincorporarse al Ejército de Extremadura.

Sin embargo, su salud no volvería a ser la misma. Las infecciones derivadas de su herida y los esfuerzos del servicio terminaron por quebrar su resistencia física. En Trujillo, donde contaba con parientes, redactó testamento el 11 de marzo de 1809. Falleció dos días después, el 13 de marzo, a los 28 años de edad. Fue enterrado en la iglesia de San Martín.

Mientras Daoiz y Velarde fueron elevados a la gloria patriótica por decretos, monumentos y títulos nobiliarios, Jacinto Ruiz cayó en el olvido. Su padre reclamó repetidamente reconocimiento para su hijo, pero la administración lo ignoró durante décadas. Solo a partir de 1888, gracias al artículo “Homenaje a un mártir olvidado de nuestra independencia”, publicado en El Ejército Español por el teniente Alcántara Berenguer, comenzó la reivindicación de su memoria.

Se erigieron monumentos en Madrid y en su Ceuta natal, y en 1909 sus restos fueron solemnemente trasladados desde Trujillo al monumento del Dos de Mayo en la capital.

Jacinto Ruiz representa el arquetipo del héroe no proclamado, del oficial que, sin ambición ni mandato, se alza movido únicamente por el deber y la dignidad. Su vida resume el despertar de un pueblo que, frente a la imposición extranjera, halló en la defensa de la religión, la patria y el rey una causa común.

En su muerte humilde y silenciosa se cifra la grandeza del sacrificio que sostiene la historia: el heroísmo que no pide memoria, pero la merece.
























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