viernes, 8 de agosto de 2025

 

Francisca Pizarro: Mestiza de la Conquista y Herencia Imperial

 

 Francisca Pizarro Yupanqui, nacida en diciembre de 1534 en Jauja, representa una figura compleja que encarna las tensiones entre los mundos indígena y europeo en el periodo postconquista del Tahuantinsuyu. Hija de Francisco Pizarro, el célebre conquistador español, y de Inés Huaylas Yupanqui (Quispe Sisa), hija del emperador Huayna Cápac y hermana del último soberano Inca, Atahualpa, Francisca nació en el crisol de dos mundos que, a pesar de su entrelazado origen, se confrontaban constantemente.

 

En su corta vida, Francisca estuvo marcada por los vaivenes de un contexto histórico marcado por la violencia y la opresión colonial. A la edad de tres años, fue separada de su madre, Inés Huaylas, en un episodio que refleja las complejidades del poder colonial en el que su madre, hija del linaje real inca, fue víctima de la desconfianza de su esposo, Francisco Pizarro. La sublevación de Manco Inca en 1537 y las sospechas de infidelidad sobre Inés Huaylas desembocaron en una ruptura con Pizarro, provocando la separación de la familia y el desarraigo de la pequeña mestiza.

 

A pesar de las tensiones familiares y políticas, Francisca creció en un entorno que la sumergió en las dinámicas del poder colonial. Si bien su linaje le otorgaba un vínculo con la nobleza incaica, su vida se desarrolló bajo el influjo de las costumbres y el lujo cortesano europeo, en particular el de la alta sociedad virreinal del Perú. Se sabe que desde joven, Francisca mostró un marcado interés por la moda y los adornos, reflejo de su deseo de asimilarse a las élites hispánicas. Según registros del tutor de su madre, Antonio de Ribera, hombre fiel a la causa de los Pizarro, Francisca prefería los lujos de los tocados y los vestidos elaborados, que en ocasiones se inspiraban en las tendencias italianas del momento, como la toca ondulada y la gorguera que destacaba su cuello. Estos detalles estéticos, mencionados en un documento fechado en 1547, dan cuenta de la influencia que ejerció el mundo europeo sobre su formación y crecimiento, así como del contraste con sus raíces indígenas.

 

La figura de Francisca Pizarro Yupanqui, entonces, no solo está marcada por su parentesco con dos mundos opuestos, sino también por las contradicciones inherentes a la identidad mestiza. Si bien pertenecía a la casta noble incaica, su vida transcurrió bajo la sombra de la conquista y la consolidación del poder colonial español. Su historia es un reflejo de las dinámicas de poder, pertenencia y conflicto que definieron la época de la Conquista, donde las tensiones entre el viejo y el nuevo orden transformaron profundamente las estructuras sociales y culturales de América Latina.

 

Así, Francisca Pizarro Yupanqui no solo fue testigo de los primeros años del virreinato del Perú, sino que, a través de su vida y su conexión con los Pizarro, encarnó los dilemas de un mestizaje forzado, entrelazado por la historia y las políticas coloniales que marcaron el destino de millones en el continente.

 

Francisca heredó un vasto patrimonio tras la muerte de su padre en 1541. Con tan solo siete años, Francisca quedó bajo la tutela de su tío Gonzalo, quien, según su testamento, fue una de las pocas personas a las que profesó afecto. A pesar de la tragedia familiar, creció junto a su tía Inés Muñoz, esposa de Francisco Martín de Alcántara, hermano uterino de su padre.

 

Antes de su partida hacia España en 1551, Francisca tomó decisiones importantes sobre su patrimonio. Su tutor, Antonio de Ribera, había vendido propiedades de valor como un solar en Lima, una chacra en Chuquitanta y otros bienes. La joven mestiza también realizó importantes donaciones, como la cesión de varios solares para la ampliación del convento de la Merced en Quito, y la construcción de una capilla en la iglesia mayor de Lima, con una renta de 500 pesos en oro para financiar la obra.

 

Francisca heredó las propiedades de su padre, las cuales incluían casas, encomiendas, molinos en varias ciudades de Hispanoamérica, y una serie de juros situados sobre rentas reales. Estas propiedades pertenecían al mayorazgo de los Pizarro, que incluía una gran fortuna que ascendía a varios cientos de miles de maravedís. Entre las propiedades heredadas destacaban las rentas de hierba (240,000 ducados), juros (96,000 ducados), y joyas (30,000 ducados), consolidando a Francisca como una de las mujeres más acaudaladas de la época. A través de su patrimonio y decisiones, Francisca Pizarro dejó una marca importante en la historia del Perú colonial, consolidando el legado de su familia en la naciente sociedad virreinal.

 

Francisca Pizarro se embarca hacia España en el barco "La Graciosa", el 15 de marzo de 1551 con 17 años de edad. Hernando Pizarro había sido encarcelado en 1543 en el Castillo de la Mota, por considerar la Corona que tenía desmedidas ansias de riqueza y se había quedado con grandes cantidades de oro que había traído a España, pero sobre todo fue procesado por la muerte de Almagro y del envenenamiento de su lugarteniente y litigante Diego Alvarado. Encarcelado en el castillo de la Mota (Valladolid), pasó veintidós años apelando jurídicamente para que la Corona le restituyese parte de sus rentas y tierras.

 

Hernando Pizarro había estado casado anteriormente con Isabel Mercado, que le dio dos hijos. Desde que se enteró de la llegada a España de su sobrina, abandonó a Isabel Mercado, entrando en clausura en el monasterio de beatas dominicas de Medina del Campo y, posteriormente, en el convento de Santa Clara de Trujillo. No obstante, "mientras viviera y fuere monja la enviaría 20.000 maravedíes cada año de sus bienes".

Con cincuenta años cumplidos, y todavía preso, en el año 1552 terminaría casándose con su sobrina Francisca Pizarro Yupanqui, heredera del marquesado de su padre Francisco. La pareja tuvo cinco hijos, tres varones (Francisco, Juan y Gonzalo), y dos hembras (Isabel e Inés). Nueve años después obtuvo la libertad definitiva y se trasladó a La Zarza (hoy Conquista de la Sierra), cerca de Trujillo, donde restauraron y ampliaron la casona familiar de los Pizarro. Ambos se dedicaron a preservar el patrimonio peruano de los Pizarro y a procrear a sus cinco hijos.

 

En 1552 se casaron Hernando y Francisca en el castillo de la Mota, ella tenía 18 años y su tío 50 años. Allí permanecieron 9 años, hasta la liberación de Hernando el 17 de mayo de 1561 por orden de Felipe II. Se trasladó con su mujer e hijos a Trujillo, siendo muy bien recibido en su ciudad natal. Previamente, durante su estancia en el castillo de la Mota habían estado restaurando y embelleciendo el antiguo solar de los Pizarro en La Zarza (Conquista de la Sierra), a este lugar se fueron a vivir los esposos. La casa de su padre Gonzalo fue ampliada y convertida en un palacio rodeado de jardines y una laguna, destacando la fachada el escudo de armas de la familia, así como dehesas para el ganado. Un nieto de don Hernando y doña Francisca Pizarro Yupanqui, Francisco, fue el primer Marqués de la Conquista, adquiriendo el señorío de la villa en el año 1627. A él se atribuye el cambio de nombre de la villa.

 

Cuando salió de la prisión del castillo de la Mota y tras unirse en matrimonio con su sobrina doña Francisca Pizarro, vivieron en la Zarza o Conquista de la Sierra. Eran muy cuantiosas las riquezas que poseían el matrimonio.

 

Desde su residencia en el castillo de la Mota, Francisca Pizarro Yupanqui y su tío Hernando asumieron el control de la administración de los bienes de su familia tanto en el Perú como en Extremadura. Gracias a los elevados ingresos derivados de sus vastos dominios, Hernando Pizarro adquirió al Rey y al Consejo de Hacienda el pueblo y la encomienda de Alcuéscar, perteneciente a la Orden de Santiago.

 

Uno de los proyectos más destacados de la familia fue la construcción del Palacio del Marqués de la Conquista en Trujillo, obra que comenzó antes de 1560, cuando Hernando aún estaba preso. El palacio se erigió sobre un terreno que anteriormente ocupaban casas de otros vecinos y carnicerías municipales, propiedad del capitán Gonzalo Pizarro. Aunque las obras no se completaron en su totalidad hasta 1578, se avanzó significativamente antes de esa fecha, tras ganar Francisca Pizarro un pleito con la ciudad por la reestructuración de las carnicerías.

 

En 1558, Hernando obtuvo permiso del Ayuntamiento de Trujillo para construir en la parte alta de las carnicerías, un permiso clave para el inicio de la obra. El palacio comenzó a tomar forma en la década de 1560, con una gran parte ya levantada en 1571, como lo indican los registros del Concejo de Trujillo. Durante este tiempo, se convocaron a expertos arquitectos como Sancho de Cabrera y Pedro de Marquina para asegurar la estabilidad de las estructuras, especialmente las carnicerías, que sufrían el peso de la construcción.

 

El proceso de edificación del palacio no solo fue una muestra del poder y la riqueza de los Pizarro, sino también un reflejo de su influencia en la política y la economía local, que extendía su control sobre las tierras y las infraestructuras del Perú y España. El palacio del Marqués de la Conquista o de "Los Pizarros", se debió de comenzar en 1561, cuando Hernando consigue la libertad de su encarcelamiento en el castillo de la Mota. Entre los años 1561-1571, fecha en la cual comienzan las quejas contra la construcción del edificio, las obras deberían de ir ya muy adelantadas. Concluyéndose todo el conjunto en el último tercio del siglo XVI, aunque en 1578 ya vivían en Trujillo, según consta en documentos, a pesar de que no finalizarían definitivamente las obras palaciegas hasta 1580, habiendo fallecido ya Hernando. Hemos de tener en cuenta que Hernando Pizarro disfrutó muy poco de su estancia en el palacio, ya que murió a principios de septiembre de 1578, siendo el único de los Pizarro conquistadores que murió “de viejo y en la cama”, a la edad de 76 años.

 

Tras la muerte de Hernando Pizarro acaecida el 30 de agosto de 1578, Francisca Pizarro se casa el 30 de diciembre de 1581 en la parroquia de Santa María de Trujillo con Pedro Arias Dávila Portocarrero, hijo mayor del Conde de Puñoenrostro, y se marchan a vivir a Madrid, concretamente a la calle Príncipe. Durante su estancia en Madrid funda en 1594 el convento de la Merced en Trujillo. Quiere que “el convento de la Merced de Trujillo se llame de Nuestra Señora de la Piedad, y que se pongan en la puerta del monasterio de la Merced las armas del marqués Francisco Pizarro, su padre”. Por tanto, dicho convento se intitule de Ntra. Sra. de la Piedad, acaso en recuerdo de la advocación peruana en iglesia mercedaria, pues en la Ciudad de los Reyes (Lima), en 1573 existía la Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad, en el templo de la Merced.

Francisca Pizarro fallecería en Madrid en la calle del Príncipe el 30 de mayo de 1598, a los 64 años de edad. En su testamento, conservado en el Archivo de Protocolos de Madrid, en la primera cláusula dice: "que mi cuerpo sea depositado en la yglesia maior del pueblo más cercano adonde yo muriese (enterrada en la Trinidad de Madrid), tiempo de un año sea llevado mi cuerpo a la ciudad de Truxillo en la yglesia donde está á la sepultura y entierro del comendador Hernando Pizarro, mi primer marido".           

 

 

 



LA MUERTE PELONA

La iglesia de San Miguel de Tejeda, situada en la localidad de Tiétar, alberga una de las piezas más enigmáticas de la arqueología romana en Extremadura: un ara votiva que conserva una inscripción dedicada a unas divinidades prerromanas denominadas Selais Duillas. Este interesante testimonio de la antigua religiosidad local, tallado en un bloque de granito, ha atraído la atención de expertos y curiosos debido a su peculiar representación antropomorfa, que ha sido objeto de diversas interpretaciones a lo largo del tiempo.

El arte de la escultura en la antigua Roma, como el que encontramos en esta ara, era una forma de expresar devoción a las divinidades, pero también de comunicar creencias y rituales que estructuraban la vida cotidiana. En este caso, la imagen de la figura inscrita sobre el granito presenta una serie de características que la hacen única. Su forma desproporcionada ha generado muchas teorías, incluidas algunas de índole popular, que han llegado a vincularla con representaciones de seres extraterrestres, bautizándola como la "Muerte Pelona". Sin embargo, un análisis detallado permite deducir que esta figura corresponde probablemente a una representación de un danzante, lo que tiene sentido si consideramos el contexto religioso y cultural de la época.

La figura presenta una cabeza, cuello y hombros inusualmente grandes, en contraste con un cuerpo y extremidades que, aunque también desproporcionados, son más estilizados. La representación es bidimensional, con la cabeza y el torso en vista frontal, mientras que las piernas y los pies están de perfil. La forma de la figura sugiere un movimiento de danza, con los pies elevados sobre el suelo, como si se tratara de un bailarín ejecutando un paso ritual. Esta interpretación cobra fuerza cuando se observa que los brazos parecen sostener una falda o enagua, y la figura porta un tocado similar a una montera o sombrero de picos, lo cual podría ser parte de un atuendo ceremonial.

El estudio de la inscripción que acompaña al ara votiva nos ofrece más pistas sobre su significado. La inscripción latina reza: Votvm fecit libe (nier) Selais Duillis Ivlive, que puede traducirse como: “Julio hizo un voto libremente a las Selais Duillas”. Esto indica que la pieza fue erigida como parte de un voto o promesa a estas deidades, en este caso, bajo la supervisión de un individuo llamado Julio. El hecho de que se realice un voto, acompañado de una representación ritual como la danza, sugiere que el danzante fue una forma de honrar a las divinidades.

Las Selais Duillas eran probablemente deidades relacionadas con la vegetación y los ciclos naturales, como lo indican los estudios etimológicos de sus nombres. El término Selais podría estar vinculado a la raíz indoeuropea Sela o Sala, que significa “río”, lo que sugiere una posible asociación con cuerpos de agua o con la fertilidad de la tierra. Por otro lado, Duillas parece derivar de la raíz dhal o dhel, que está relacionada con el crecimiento, la brotación o la floración, lo cual refuerza la idea de que estas divinidades estaban dedicadas a la vegetación y la naturaleza.

Este vínculo con la vegetación y los ciclos naturales podría explicar la importancia de la danza en su culto, ya que las danzas rituales eran comunes en las festividades dedicadas a las deidades agrarias y naturales en muchas culturas antiguas. El danzante representado en el ara de Tejeda podría ser la figura central en algún tipo de ceremonia destinada a promover la fertilidad o a honrar los elementos de la naturaleza que influían en la vida agrícola.

Las Selais Duillas parecen haber sido deidades protectoras de la naturaleza en el contexto pre-romano. Es probable que fueran deidades locales que, al entrar en contacto con las religiones romanas, fueron reinterpretadas a través del prisma del panteón romano. La figura danzante representada en la ara podría ser un símbolo de la conexión entre el ser humano y los ciclos naturales de la tierra, como un intermediario que, a través de la danza, invocaba la bendición de las divinidades para asegurar una cosecha abundante o la prosperidad de la comunidad.

La influencia de los pueblos prerromanos de la región, como los vettones y los celtíberos, es también un factor relevante. Estos pueblos veneraban a una gran cantidad de deidades relacionadas con la naturaleza, los ríos y las montañas, conceptos que se solían personificar en figuras de gran simbolismo. En este sentido, el culto a las Selais Duillas podría haber sido una práctica profundamente arraigada en la tradición local, y el ara votiva de Tejeda es un claro testimonio de esta devoción.

Esta pieza no es única en la región de Extremadura. En el Museo de Cáceres se conserva un ara similar, proveniente de Casar de Cáceres, que data de tiempos romanos y muestra características muy semejantes. Ambas piezas comparten la representación de una figura antropomorfa desproporcionada y la inscripción en honor a las divinidades prerromanas, lo que permite establecer una conexión entre las tradiciones religiosas de distintas localidades de la región.

Sin embargo, el ara votiva de Tejeda tiene una particularidad que la hace especialmente relevante, ya que no solo es una representación artística, sino también un reflejo de la interacción entre el mundo romano y las creencias indígenas locales. La figura del danzante, como elemento central de la escena, no solo refleja la devoción a las Selais Duillas, sino que también evoca un tipo de ritual que integra el movimiento corporal con la espiritualidad de la época, lo cual era común en muchas culturas pre-romanas.

El  ara votiva de Tejeda no solo es un objeto arqueológico de gran valor, sino también un testimonio de la religiosidad y las prácticas culturales de una región marcada por el mestizaje entre las creencias indígenas y las influencias romanas. A través de esta pieza, podemos vislumbrar una tradición en la que la danza, como acto ritual, se convertía en una vía de comunicación con el mundo divino, especialmente en relación con las fuerzas de la naturaleza que regían la vida cotidiana de las comunidades antiguas. Concretamente, en la lápida de Casar de Cáceres, el bajorrelieve antropomorfo sirve como soporte de una inscripción en caracteres latinos en la que podemos leer: “I.D.T/ N.I.N / ILVCIA/ SP. N. A/ SVB. DIE /CH. A/ S. N”. Respecto a esta inscripción, está escrita en alguna lengua indoeuropea céltica, lusitana o vetona, influida por corrientes íberas y transcrita usando caracteres latinos. La única palabra en la que todos los epigrafistas parecen coincidir es la que aparece en la tercera línea: ILVCIA (ILUCIA),  para algunos, este término podría tener relación con alguna divinidad pagana y para otros probablemente provenga de la voz “Lux-Lu- cis (luz). 

Podríamos interpretar a la figura de la estela como la representación de un guerrero centinela que vigila las almas que duermen en el sueño eterno, otros piensan que su origen podría estar honrando la presencia de algún antiguo dios. Sobre su origen, unos la consideran de época tardorromana y otros, en cambio, piensan que es celtibérica. A pesar de estar fecha en aquella época lo extraño es que la figura aparezca representada de cuerpo entero, pues en aquellos tiempos las estelas funerarias eran realizadas a partir del busto de la persona o deidad en cuestión. Podemos considerar que se trate de una estela lusitana correspondiente a una época avanzada de la Edad del Hierro (siglo III a. C), en honor de una deidad funeraria indígena, posteriormente, la inscripción se hizo en época romana aprovechando la existencia de la estela para grabar las letras latinas.