SEMBLANZA DEL CONVENTO DE SANTA CLARA
(RINCON DE ENSUEÑO)
Llegas, amigo viajero, a una de las ciudades más
hermosas de Europa que se abre en la
historia entre claustros y castillos. Profunda y alta. Trujillo te acoge desde
su plataforma rocosa, circundada por las aguas del río Magasca. Medieval en su
parte alta, busca el cielo extremeño en una contemplación de siglos. La ciudad
es cortesana y guerrera. Rezuma de leyendas pragmáticas y acontecimientos
trascendentales. Gobernaron desde este trono de piedra los católicos monarcas y
todavía cuadriculan sus patios, salones y murallas.
Perderse por sus viejas callejuelas equivale a descubrir un
muestrario de épocas y estilos. Porque muchos son los edificios que se pueden
visitar. Trujillo ofrece un gran número de posibilidades al turista, pero sin
duda, la más singular, por su variedad es la infinidad de rincones donde
disfrutar de la hospitalidad.
En una de las plazoletas más bellas y evocadoras de antañas
leyendas se ubica el Parador de Turismo, en el antiguo Convento de Santa Clara.
Para llegar a él, una recoleta calle con tono de pasaje, al rendirse en otra
que sigue camino, en la derecha tropieza con un esquinero en cuyo agudo perfil
se monta un rústico farol que promete mucha luz, pone su aspiración, y no es
poco, en que durante las noches las sombras suavicen su rigor tomándose en
penumbras. De vez en cuando, el viajero que llegue al Parador, en razón de sus
ciclos, en fases disminuidas y prisas de su andar, la luna pasa por la calle y
la lisonjea con sus rayos de luz blanca, el encantamiento se supera. Esto
ocurre en las calles de negativa conformación geométrica que permiten el acceso
al Parador de Turismo. Entre cuyos muros, bien pertrechados de riquezas,
vivieron las religiosas concepcionistas de la Orden, fundada por Santa Beatriz
de Silva, desde el año 1533 hasta la inauguración de este Parador,
trasladándose las religiosas a un edificio cercano, brindando su propia
personalidad, conservando el tipismo y combinándolo con una infraestructura moderna
y profesionalizada. Aún se conserva el encanto del compás, con su portal donde
está el torno y la puerta de la clausura reglar con su tejaroz. Tal es la
antigüedad de este Convento, tan codiciado por reyes y nobles, donde habrían de
firmarse privilegios, sentencias y donaciones.
Esta es ciudad de hondos soportales, de balcones, de casas
solariegas. Bajo los soportales de la gótica iglesia de San Clemente, un viejo
de boina capada solía contar viejas historias que acontecieron entre los fríos
muros del cenobio. La sosegada plática del viejo, que tenía el cargo de santero
del lugar, de lúcida palabra, invitaba a seguir escuchándole.
Alguno que yo conozco -decía el viejo Agustín- subía en su
niñez a la majestuosa espadaña plateresca en donde la cigüeña monta la maraña
barroca de sus nidos, que tenía campanas, a respirar de las lomas próximas y a
recrearse de la impresionante vista. Allá arriba, la lechuza duerme hasta que
nace la luna y luego, blanda, sobrevuela los tejados árabes. En las numerosas
celebraciones que tuvieron como marco el templo de este Convento había un
denominador común que las alentaba: un fervor sincero, como fruto de un
recogimiento místico sólo comparable al de los viejos ascetas.
El viejo recordaba algunas religiosas de un providencial
sentido trágico y de una expresividad seria y consecuente. Y, en verdad, en el
claustro de tracería herreriana, embrujo y misterio, aún parece brotar de las
entrañas de los muros los una música lejana, diluida y suave, la de unos versos
bien rimados que se traducen en anfibiología de la vida y la muerte, de la
salvación y condenación eternas del sentimiento más profundo y de una idolatría
casi primitiva, en la propia esencia del Misterio conmemorado; por ello, el
turista puede entrar en comunicación con el recuerdo de las mismas monjas o con
las imágenes que ora transporta, otrora contempla y venera. Bien intuirá que
muchos pasos se dieron por estos escalones de dura piedra granítica por cuanto
se advierten desgastados en buen
servicio de añejos tiempos a monjas o caminantes de distinta estirpe a la
nuestra, aunque no podemos renegar el sedimento que nos dejaron.
Dejando la conversación con el viejo, nos aguijonea
completar nuestras curiosidades. Recordaremos, amigo viajero, que este Convento
de la Concepción de Trujillo contó con muchos mecenas a lo largo de la
historia, Francisco de Villegas, María Escobar, Pedro Alonso Villalobos o el
Regidor Juan Sedeño, que quiso tener su capilla y entierro en Santa Clara.
Estos, en compañía de bordadores, plateros y arquitectos, entre los que se
encontraba el famoso maestro Sancho de Cabrera, entraron para señorearle.
Precisamente, una hija del afamado cantero ingresó como religiosa en el
Convento.
Esta prosperidad se reflejó inmediatamente en un abanico de
obras de arte que llenaron los muros del Convento y que constituyen hoy la
mayor parte del patrimonio artístico de las monjas concepcionistas. El retablo
mayor que fue levantado en el altar del templo conventual contó con valiosas
piezas escultóricas, entre las que se encontraba la popular imagen de San
Antonio, que aún se conserva en el vecino cenobio. Sobre esta imagen, corre en
Trujillo la leyenda que al ser recibidas en el Convento de Santa Clara las
monjas del Convento de San Antonio de la misma ciudad, exclaustradas en 1836,
un buen día se oyeron golpes de alguien que insistentemente llamaba en la
puerta principal de la clausura seglar. Abrieron las monjas y se encontraron
con esta imagen de San Antonio que había sido muy venerada en la iglesia del
Convento de su nombre, sita en el Campillo de la Añora.
El turista puede contemplar los coros, muy espaciosos. En el
centro del coro bajo, estaba el enterramiento de Leonor Rol, mujer de Pedro
Calderón y de su hija Isabel Calderón, que fue Abadesa del convento, y muy
querida en Trujillo por su inestimable ayuda a los necesitados. También, estuvo
enterrada en este coro, por haber sido monja de él, Francisca Pizarro Mercado,
hija del Comendador Hernando Pizarro e Isabel Mercado.
Desde los ventanales entreabiertos de los aposentos este
antiguo Convento, hoy hospedaje turístico, se cuela al amanecer un rayo de sol
recién nacido, como escapado de la aurora y se dibuja afilado en el pavimento
cual una espada de luz, invitando al viajero a poner la vista más allá, matizando
lejanías, van escalonándose alturas hasta cuajar en crestas muy altas, en cuyas
opuestas pendientes se desparraman suaves valles, sintonizados de elegantes
monumentos artísticos en aspiraciones de aires limpios y cielos claros. El sol,
alzándose lentamente, va descubriendo y resaltando con su esplendor las cumbres
de los edificios vistiendo de oro las construcciones torreadas. Es saludo
alborozado de la mañana que alancea la posible pereza avivando estímulos de
nuestras insaciables inquietudes de contemplaciones.
Es preciso que después, el distinguido comensal, recorra
nuestra ciudad en sus distintos momentos si ambiciona llevarse las más
placenteras y extraordinarias impresiones que jamás olvidará. Más si por acaso
es tiempo de que la luna salga a lucir, plena o no muy disminuida, el encanto y
misterio de su luz blanca, es premioso caminar hacia las calles angostas que
conducen al Convento de Santa Clara, creando la luna en los edificios que
contempla sugestivas mutaciones, al tiempo que el reloj de una iglesia
presidencial hace sonar las campanas que ponen fin al cómputo de un día.
Esta es la semblanza histórica del Convento de
Concepcionistas Franciscanas, hijas de la Beata Beatriz de Silva, vulgarmente
llamado de Santa Clara, existente en la ciudad de Trujillo para perpetua
alabanza.
Olvídate, amigo viajero, de la hora y como un antiguo
buscador de soledades, pasea al atardecer por las viejas callejuelas que
circundan el convento, y acoge tu cansancio entre sus muros que es como un
aguafuerte de olvidos y seres apocalípticos.
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