DE CÓMO VINO A ERIGIRSE EN TRUJILLO UNA ESTATUA
A PIZARRO
Relato del 17º Duque de
Alba, Jacobo Fitz-James Stuart, 10º Duque de Berwick que
parece muy oportuno, en estos momentos en que se va a producir una sucesión en
el Ducado de Alba, tras la muerte de la Duquesa. Y porque, también, con este
documento se disipan muchas dudas acerca de la autenticidad del personaje
figurado en la estatua y otras especulaciones.
En septiembre
de 1922 hicimos mi mujer y yo hacer un viaje por los Estados Unidos, país que ninguno de los dos
conocíamos. Decidieron acompañarnos, durante una parte de nuestro viaje, mi
hermano, su mujer y el padre y el
hermano de ésta, los Marqueses de Viana y de Coquilla.
Embarcamos en el Havre,a bordo del Ville de París, y llegamos a Nueva York no sin haber antes recibido las amables invitaciones
de franquicia de las autoridades del puerto, así como el asedio de innumerables
periodistas que nos esperaban, porque, por aquello de nuestra descendencia de
Colón, no podíamos pasar inadvertidos en parte alguna.
Conocida es la
hospitalidad americana: con nosotros se mostró amabilísima, invitándonos en
Nueva York a comidas, discursos, etc.; y aunque el pretexto de nuestro viaje,
para algunos de nuestros compañeros, era presencial los partidos de "Polo" entre americanos e ingleses
para el
Westchester Cup, tuve tiempo de
satisfacer mis otras aficiones culturales, admirando museos, bibliotecas,
colecciones particulares, etc.; visitas que me fueron facilitadas muy
amablemente por los numerosos, buenos y antiguos amigos que allí tenía; entre
otros, mi muy cordial Archer Huntington.
En aquel tiempo regía la ley seca en los Estados
Unidos y, por ende, estaba en todo su apogeo el negocio de los contrabandistas
para satisfacer las demandas del público. Una noche fuimos invitados a una casa
de las muchas de la alta sociedad americana, cuyo nombre no puedo precisar por
haber perdido los antecedentes en el incendio de los papeles de mi archivo.
Antes de la comida
nos brindaron los cocktails de rigor, que la severa Ley seca convertía en
pruebas de verdadera amistad, amén del alto precio que suponían los elementos
necesarios para componer tales brebajes. Yo no suelo tomar nunca cocktails; pero en aquellas
circunstancias especiales
era difícil rehusar ofertas que representaban un tan gran esfuerzo del
que nos invitaba.
El que entonces
injerí se llamaba Infuriater, y
confieso que se me subió un poco a la cabeza. Me tocó estar colocado en la mesa
al lado de una simpática dama, muy relacionada en los centros aristocráticos de
Nueva York, llamada Mary Rumsey, hija de Harriman, el famoso magnate de los
ferrocarriles, que en su día había
ligado las vías Atlántico y el Pacífico. En el curso de la conversación me
dijo: "Hace tiempo que no nos vemos, y desde entonces he enviudado. Mi
marido, con quien usted jugaba al "Polo"
en Ostende, en Deauville, etc..., murió, y por cierto era un escultor muy
distinguido y muy aficionado a las
Bellas Artes. En París tenía un estudio.
“Durante toda su vida
fue mi marido un gran admirador de Pizarro, y al fin se decidió a labrar una
estatua ecuestre de su héroe favorito; estatua que terminó poco tiempo antes de
morir y está hoy en la Exposición del Petit Palais, de París, donde la puede
usted ver a su regreso a Europa. He pensado en el destino que podría tener la
estatua, y ahora inicio tratos para regalarla al Gobierno francés”.
Entonces le dije yo: “¿Y por qué regalarla al Gobierno
francés? No cree usted más oportuno hacerlo a España, concretamente a Trujillo,
cuna del Conquistador [donde, según ocurre a veces en]. En mi país, escasean [no hay monumentos ni, en algunas
ocasiones, recuerdo de sus grandes figuras históricas] los monumentos
que recuerdan a sus grandes figuras históricas.
Comprendí que mis
palabras la habían interesado, y como no tenía obligaciones de saber qué [era]
Trujillo ni dónde estaba, me hizo bastantes preguntas sobre aquella ciudad
extremeña, para terminar diciendo:
"Estoy conforme
con usted. Si la acepta, le ofrezco la estatua para colocarla en Trujillo. Yo
pagaré todos los gastos de su instalación y asistiré en persona el día de la
inauguración. <Cuento
con usted,> Cuando vuelva a España, avíseme: escribo muy poco, [pero]
telegrafío mucho. Nos entenderemos por telégrafo". Cambiamos de
conversación, se terminó la comida y nos separamos.
Mi mujer y yo
seguimos nuestro viaje por el Canadá hasta Vancouver [y Victoria]. Volvimos a entrar en los Estados
Unidos por Seattle, siguiendo hasta San Francisco. Desde allí, en automóvil,
recorrimos la bellísima costa californiana hasta llegar a Los Angeles, donde
pasamos uno días en casa de Mary Pickford y Dou[glas] Fairbancas. Allí estaba también el famoso
Chaplin. Vimos mucho de la industria del film,
del mayor interés y curiosidad.
Fuimos luego al Gran
Cañón del Colorado, lugar fantástico, para [seguir a] Washington, donde tuve una interesante
conversación con el Presidente de la República. Pasamos a Filadelfia, vimos a
Widener y visitamos su colección de cuadros.
Seguimos a Detroit,
visitando a Ford y su fábrica que estaba [entonces, aunque no] en plena producción [en unos 8000 coches diarios],
fuimos a Chicago viendo sus mataderos famosos, [donde se sacrifican de 7 a 8.000 cerdos por día]
[Vimos] también las
reservas de oro de EEUU. [Estados Unidos, el mayor acopio de metal áureo que se ha visto jamás en la
vida, y muchísimo más grande del que viera Pizarro despuès de los tributos
impuestos a los incas. Terminamos con una estancia de cuatro días en Nueva
York, en casa de mistres Vanderbilt, regresamos a Europa en el Aquitania, excelente vapor de la Cunard Line]
Tan pronto llegue a
París me fui [al Petit Palais para] a ver la estatua <al Petit Palais> y
[me di cuenta de que no se trataba, ni podía tratarse] <no se podía
tratar> [de un Guattamelata, de Onatello; de un Coleone, de Verrochio; ni] de un
gallardo Felipe IV como el de nuestra /5/Plaza de Oriente. Era la estatua de un
aficionado, hecha con gran cariño e ilusión y reflejo de la influencia de los
escultores franceses modernos, principalmente de Bourdelle o de Barthélemy, que
había[n] sido maestro[s] del autor de la obra.
Provistos ya de buenas fotografías de la estatua, fuí a
Madrid y consulté en la Real Academia de San Fernando con mis colegas de la
Sección de Escultura y a mis viejos amigos Benlliure y Blay. La opinión unánime
fue que no se trataba de una obra maestra[;] pero que era cosa discreta y se
podía aceptar, teniendo en cuenta las condiciones especiales de la donación.
Acudí para la parte
técnica a mi buen amigo, ahora compañero, Pedro Muguruza, cuya competencia y
actividad allanaron todas las dificultades, entregándole yo los innumerables
telegramas que había recibido de mistress Rumsey, en los que demostraba un
entusiasmo y una generosidad sin límites, porque sin regatear pagaba las sumas,
muy cuantiosas, que requería la instalación.
El rey, como siempre,
entusiasta de las cosas que redundaban en beneficio de España; el General Primo
de Rivera y las primeras figuras de entonces, todos acogieron con simpatía la
donación del monumento. Fui, pues, a Trujillo con Muguruza para entendernos
allí con las autoridades
locales y buscar el lugar adecuado al emplazamiento de la estatua.
Muguruza dibujó el plinto.
Grandes debieron de
ser las dificultades de Pizarro en el Perú; pero no fueron pequeñas las que
ocasionó el transporte de su efigie, parte en ferrocarril, parte por carretera,
dificultades debidas a su excesivo peso y gran tamaño. Al fín pudo quedar quedar
instalada en la plaza de Trujillo, gracias a la actividad de Muguruza <-gran
arquitecto del Modernismo español->, que lo allanó todo.
Llegó el día de la
inauguración. Para ella nos acogió en su casa del Guadalperal mi hermano [, asesinado luego por la vil horda de
Paracuellos]. En ella nos alojamos el Rey, el General Primo de Rivera y
yo, así como mistress Rumsey y la dama que con ella venía, Lucrecia Bori,
compatriota nuestra, ídolo del público neoyorquino por sus triunfos en el Metropolitano, que se mostraba encantada
de pasar unos dias en tierra española.
Entre la casa de mi
hermano y los hoteles de Mérida se acomodaron todos los demás invitados,y una
mañana se inauguró por S.M la estatua. Acudió un inmenso público, que rodeaba
el estrado, pronunciando un discurso el presidente del Gobierno, General Primo
de Rivera.
Se visitó luego la ciudad y tuvo lugar un
almuerzo en el Ayuntamiento, donde de nuevo pronunciamos los discursos de
rigor. En aquella tranquila ciudad, poco habituada a acontecimientos de esta
naturaleza ni a tales huéspedes, la ceremonia tomaba aspecto de dilatarse de un
modo
alarmante, avi[v]ándose
con ello mi preocupación, ya que mistress Rumsey y Lucrecia Bori tenían que
tomar en Madrid el [sud]expreso aquella misma noche, a fín de llegar a tiempo
de enlazar en la frontera y poder embarcar en Nueva York, donde la segunda
tenía que cantar en el Metropolitano
en
fecha fija, ya próxima.
Pero no falló mi
coche Rolls, ni fallaron tampoco las manos de mi buen mecánico aragonés Máximo,
fiel [amigo]
<mozo> en los innumerables kilómetros recorrido con él por toda Europa y
norte de África, y uno de los mejores conductores que he visto en mi vida. A
más de 90 media llegamos a la estación Norte de Madrid , con veinte minutos de
sombra para tomar el tren.
Mary Rumsey ha
muerto. Han desaparecido, quemados en el incendio y saqueo de mi casa, aquellos
innumerables telegramas que yo conservaba en recuerdo de su donativo, y ante el
temor de perder la noticia del testimonio de su generosidad, y en a[r]cas de la
verdad histórica, he querido escribir estas líneas.
* * *
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