miércoles, 3 de septiembre de 2025

 

EL BANDOLERISMO EN TRUJILLO DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

 

La historia de Trujillo, ciudad de honda raigambre histórica en la provincia de Cáceres, siempre ha ofrecido ricas vetas para el estudio del pasado regional. Si bien gran parte de los estudios se han concentrado en su papel durante la Reconquista, la colonización americana o la Guerra Civil Española, aún existen aspectos inexplorados que permiten arrojar nueva luz sobre dinámicas sociales, políticas y económicas de otras épocas. Uno de estos temas es el fenómeno del bandolerismo, que tuvo una particular incidencia en Trujillo y su comarca durante la primera mitad del siglo XIX.

El acceso a documentación inédita, procedente de archivos municipales y registros judiciales, ha permitido identificar testimonios, órdenes oficiales, y declaraciones de los propios bandidos, elementos todos que configuran un panorama complejo, donde la delincuencia organizada se convierte no solo en un problema de seguridad pública, sino también en un fenómeno social que pone en entredicho el poder del Estado y su capacidad para garantizar el orden en los espacios rurales.

Este estudio, por tanto, no solo pretende reconstruir los hechos vinculados al bandidaje en Trujillo, sino también analizar el contexto que los hizo posibles y las respuestas que desde las autoridades locales y estatales se articularon frente a este desafío.

La primera mitad del siglo XIX fue un período de intensos cambios para España. Tras la Guerra de Independencia (1808-1814), el país se vio inmerso en una sucesión de crisis políticas, guerras civiles (guerras carlistas) y una constante pugna entre absolutismo y liberalismo. Trujillo, enclavado en una región de tránsito entre Madrid y Extremadura, vivió de manera intensa estos vaivenes.

La inseguridad en los caminos y la falta de una infraestructura estatal eficaz convirtieron al territorio trujillano en un espacio propicio para el desarrollo del bandolerismo. Como ya ocurriera en otras regiones montañosas del país (Sierra Morena, Serranía de Ronda, Maestrazgo), la combinación de orografía agreste, pobreza estructural y crisis institucional generó un caldo de cultivo idóneo para este tipo de delincuencia.

La proliferación de bandas armadas en los alrededores de Trujillo motivó una intervención directa de las autoridades. El reinado de Fernando VII, en su restauración absolutista tras la caída de las Cortes de Cádiz, se caracterizó por una fuerte propaganda en defensa del orden tradicional y la monarquía. La lucha contra el bandolerismo fue utilizada, en este contexto, como una herramienta de legitimación del poder real.

Un ejemplo de ello lo constituye el bando publicado por la Capitanía General de Badajoz en 1819, donde se ensalza la figura del monarca como un "paternal" soberano que escucha los clamores de sus súbditos y actúa en consecuencia: "Y luego que S. M. se restituyó felizmente al trono, oyó con la justicia y benignidad que acostumbra los gritos de aquellos vasallos honrados, y decidió enjugar sus lágrimas, previno los remedios oportunos para la aprehensión y castigo de tal cuadrilla..." (Bando de Capitanía General. Badajoz, 1819)

Desde el Real y Supremo Consejo de Castilla se dictaron disposiciones específicas contra los bandoleros. En 1815 se autorizó la formación de partidas armadas con la misión específica de perseguir y capturar a los malhechores. La Capitanía General de Extremadura, el Gobierno Político y la Real Audiencia de Extremadura coordinaron sus esfuerzos en esta tarea.

Uno de los principales impulsores de esta ofensiva fue el jefe político de Extremadura, Álvaro Gómez, quien organizó operativos dirigidos contra las principales bandas activas en la zona, entre las que destacaban las lideradas por Quesada, Melchor y Merino. Estas dos últimas figuras, especialmente, fueron protagonistas de numerosos asaltos y terminaron siendo apresados en 1819.

La actividad de los bandidos se concentraba especialmente en el camino real de Badajoz a Madrid, un eje estratégico que cruzaba por Trujillo. Las características geográficas de la zona ofrecían múltiples ventajas a los delincuentes: terrenos abruptos, pasos montañosos, escasa vigilancia en tramos largos y despoblados.  De manera particular, los trayectos entre Mérida y Trujillo, y entre Trujillo y Navalmoral de la Mata, se tornaron extremadamente peligrosos. Lugares como el Puerto de Miravete, el Puente de Almaraz, y las inmediaciones de Jaraicejo eran conocidos por su tradición delictiva desde la Edad Media. El bandidaje se valía de estos puntos para organizar emboscadas a caravanas comerciales y carruajes de viajeros.

Los ataques solían ser impredecibles. A diferencia de otros grupos que centraban su accionar en ventas o casas de postas, los bandoleros trujillanos actuaban con mayor movilidad, saliendo de entre la maleza de los caminos y sorprendiendo a sus víctimas. Esta estrategia obligó a las autoridades a ordenar la limpieza sistemática de los márgenes de las rutas.

La gravedad de la situación llevó al Corregidor de Trujillo a tomar medidas extraordinarias. En varias ocasiones se convocaron reuniones urgentes de los ayuntamientos para tratar específicamente el problema del bandolerismo. De estas sesiones nacieron determinaciones que fueron divulgadas a través de bandos públicos. Una de las medidas más significativas fue la imposición de una vigilancia estricta sobre transeúntes y forasteros, lo que provocó una notable reducción de la libertad de circulación. Se instauró el pasaporte obligatorio para poder transitar por la comarca. Este documento debía incluir: El motivo del viaje, los objetos transportados, el número de caballerías y armas, las señales de identificación personal, los atestados de buena conducta y oficio y un aval de un vecino “honorable. Este mecanismo generó no pocos problemas para la población, especialmente para aquellos que debían desplazarse por motivos laborales o comerciales. Las justicias locales y tropas volantes se encargaban del control de estos documentos, lo que transformó radicalmente la dinámica de movilidad en la comarca.

El bandolerismo en Trujillo no puede ser interpretado únicamente como un fenómeno delictivo aislado. Más bien, debe comprenderse como una manifestación de las tensiones sociales, económicas y políticas que definieron la España del siglo XIX. En un territorio marcado por la desigualdad, la escasa presencia del Estado y una orografía compleja, los bandidos encontraron el escenario perfecto para desplegar su actividad. Las respuestas estatales, si bien contundentes en ocasiones, se vieron limitadas por la falta de recursos y la desconfianza generalizada hacia el poder central. La figura del corregidor, los bandos municipales, y la imposición del pasaporte dan cuenta de los esfuerzos locales por contener un fenómeno que amenazaba tanto la seguridad como la legitimidad del orden establecido.

Pese a la batería de medidas legales y policiales desplegadas en la comarca trujillana, figuras como Melchor, Quesada y Merino lograron eludir sistemáticamente los controles institucionales, burlando la burocracia e incluso aprovechando las debilidades del sistema. Su capacidad para introducir toda clase de picarescas -con la complicidad habitual de posaderos y arrieros- demuestra que el bandolerismo no era un fenómeno aislado, sino que contaba con una red informal de apoyo entre sectores sociales marginales.

En el caso concreto de la cuadrilla de Quesada, se observa un patrón de organización rudimentario pero eficaz. Los bandidos se guarecían en zonas de difícil acceso, como los márgenes del río Tamuja o las cavernas próximas a Valhondo, en el camino hacia Sevilla. En estos parajes se desarrollaba un modelo de supervivencia semi-nómada, donde incluso los caballos y potros eran soltados y organizados en piaras cimarronas no registradas, que aprovechaban las posturas comunales -es decir, terrenos de uso colectivo- para mantenerse al margen del control estatal. Estas estrategias de ocultamiento y movilidad reflejan una inteligencia práctica basada en el conocimiento profundo del terreno y de las debilidades de la administración.

Gracias a la documentación judicial y a los informes de las autoridades, es posible reconstruir una imagen bastante precisa de Quesada, jefe de una de las bandas más activas en Trujillo: “Un hombre no mayor de treinta años, cerrado en barba, que vestía uniforme militar o chaqueta con botonaduras, calzaba botines abiertos, portaba sombrero redondo, llevaba cananas cruzadas en bandolera, y se hallaba siempre armado con dos escopetas o tercerola, además de armas blancas como puñal y cabritera. Montaba una espléndida caballería”.

Esta imagen del bandido -casi cinematográfica por su ostentación- refleja no solo un intento de intimidación, sino también una búsqueda de estatus dentro de un entorno socialmente hostil. Quesada, como otros de su tipo, procedía de una baja extracción social, había tenido algún contacto con el ejército o la guerrilla, y carecía de educación formal o inquietudes ideológicas. No obstante, presentaba una notable ambición y cierta disciplina táctica, derivada probablemente de su experiencia militar. El análisis de sus acciones y testimonios permite afirmar que su motivación iba más allá del mero lucro: existía entre los miembros de estas cuadrillas un deseo explícito de resarcimiento contra el estamento dominante, compuesto por grandes propietarios rurales, aristócratas y terratenientes que, en muchos casos, habían perpetuado abusos y prácticas clientelares sobre el campesinado local.

El fenómeno del bandolerismo no puede entenderse al margen de las durísimas condiciones de vida que enfrentaban los campesinos extremeños en el siglo XIX. Las crisis de subsistencia, agravadas por las guerras, la desamortización y el hundimiento de las estructuras comunales tradicionales, empujaron a muchos a situaciones extremas. Para algunos jóvenes rurales, el bandidaje ofrecía una válvula de escape, una forma de romper con la marginalidad mediante el uso de la fuerza.

La cuadrilla de Quesada no fue una excepción. Sus integrantes eran hombres sin perspectivas, atrapados en un ciclo de miseria que les negaba cualquier posibilidad de ascenso social. Así, el ingreso al bandolerismo se configuraba como la culminación lógica de un proceso de desviación social sostenido por múltiples factores estructurales. En ocasiones, sus ataques se dirigían explícitamente contra figuras del poder local: grandes ganaderos, administradores de fincas, o miembros del aparato judicial. Esta dimensión de venganza social ha sido ampliamente documentada y, aunque no convierte a estos sujetos en héroes populares, sí permite comprender las raíces sociológicas del fenómeno.

Tras la Primera Guerra Carlista (1833–1840), el bandolerismo en Trujillo y sus alrededores disminuyó sensiblemente. El refuerzo del aparato estatal, la consolidación de la Guardia Civil (creada en 1844) y la progresiva centralización del poder contribuyeron a erradicar, en gran medida, esta forma de delincuencia. Sin embargo, ciertos episodios históricos favorecieron su reaparición. Durante el Bienio Progresista (1854–1856) y otras fases de inestabilidad, se produjo un resurgimiento de grupos armados, aunque de menor alcance. Uno de los últimos episodios significativos fue protagonizado por la cuadrilla de Conde y Donaire, quienes ejecutaron robos y extorsiones a ganaderos. Fueron capturados en marzo de 1890, cuando intentaban retirar un rescate en efectivo exigido a un hacendado.

La prensa regional de la época los apodó como los "Feligreses del Trabuco", un nombre que no oculta la violencia de sus métodos pero que da cuenta de la percepción pública ambigua hacia estos personajes. En paralelo, otras figuras como "El Cabrerín", natural de Serradilla, protagonizaron una forma de bandolerismo menos violenta y más discreta, sin los tintes románticos propios de los bandidos del sur peninsular. Su actividad fue breve y sin apenas repercusión social, en parte porque no se insertaba en el imaginario de justicia popular que, aunque excepcional, algunos bandoleros encarnaban.

A diferencia de los míticos bandoleros andaluces, que en ocasiones han sido idealizados como Robin Hoods rurales, los bandidos de Trujillo, como Quesada, Melchor o Merino, se presentan como figuras mucho más crudas: hombres violentos, surgidos de contextos desesperados, que con frecuencia aplicaron una brutalidad indiscriminada. Lejos de los adornos románticos, sus biografías responden a trayectorias marginales, truncadas por la pobreza, la guerra y la falta de expectativas. Sin embargo, estudiar estas vidas -y los sistemas que los produjeron- no solo permite entender mejor la historia delictiva de una región, sino también iluminar las fallas estructurales de una sociedad que, durante décadas, no supo o no pudo ofrecer alternativas a quienes nacían condenados a la exclusión.

 

 

Programa iconográfico de la fachada de la iglesia del convento de San Francisco de Trujillo

 

El primitivo convento de San Francisco de Trujillo era una sencilla construcción de planta rectangular y una sola nave, el claustro se encontraba adosado en el muro de la epístola de la Iglesia, en igual disposición que el claustro actual del convento de San Francisco. En torno a éste se disponían el resto de las dependencias monacales. A partir del año 1560[1], la estructura original va a conocer una ampliación en extensión a lo largo de los años consistente en la construcción una nueva iglesia, un claustro y una serie de dependencias[2]. Las obras se prolongan a lo largo de los siglos XVII y XVIII[3].

 

El templo conventual, hoy día convertido en parroquia, es una magnífica construcción de planta cruciforme, realizada en mampostería y sillería. Presenta en su fachada occidental estilizados flameros que jalonan la cornisa, y una capilla abierta en la zona de la cabecera para venerar la imagen de la Virgen de la Guía. Emplazada entre dos estribos del ábside de la iglesia, da nombre a la calle que comunica la plazuela del convento con la calle nueva.

 

La puerta de acceso al templo se abre en arco de medio punto, con dovelas radiadas, a la que enmarcan dos alfices superpuestos y quebrados, uno de ellos formado por el cordón franciscano. Cobijada en una pequeña hornacina avenerada está la imagen de San Francisco en el centro. A un lado, una artística cartela de granito rodeada de faunos y angelotes con el escudo de la ciudad, manifestando el patronazgo; y al otro lado, el blasón de Carlos V orlado con el collar del Toisón de Oro y flanqueado por las columnas de Hércules, se acola con un águila de San Juan; encima un relieve del Padre Eterno. Ya fuera del alfiz hay una ventana que permite la entrada de luz al coro, rematada con un frontón triangular y el escudo franciscano (las cinco llagas de San Francisco). El escudo de la ciudad de Trujillo aparece en multitud de claves, portadas, en el conventual y en la iglesia. Escudo que efigia a la Virgen de la Victoria entre dos torres almenadas sobre campo de plata, es el motivo más repetido en la iconografía mariana de la ciudad. Allí donde se encuentra, testimonia la propiedad o mecenazgo del concejo trujillano.

 

Remata la portada una espadaña de tres vanos para las campanas. La cornisa está  decorada por unos grandes flameros; sobre la cubierta destaca  la escalera de caracol, cuya cupulina sobresale.  La iglesia es obra renacentista de una sola nave cubierta con bóveda de cañón con lunetos y con crucero cubierto con cúpula sobre pechinas.






 



[1] Escritura de Obligación suscrita entre el Concejo Trujillano y Pedro de Marquina, en 1564 para la construcción de una capilla y cuatro arcos, siguiendo las trazas y condiciones dadas por Pedro de Ybarra. 

[2] El 12 de febrero de 1574, los franciscanos dirigieron al Concejo un escrito de petición de ayuda económica, diciendo: “que es cargo de esta ciudad el patronato de la iglesia de su convento la cual esta por acabar” y pedían que la  ciudad la acabase o dejase el patronato. El Ayuntamiento contestó que o hacia dejación de su derecho de patronato y que la corona debía  a las arcas municipales 66.000 maravedíes que en 1522 se habían entregado a Carlos V por mano de Pedro Gaytan para las guerras con Francia, y los cuales maravedíes el Concejo cedía al Convento de San Francisco conforme a la petición de los frailes. Del curso de las obras dan noticias, entre otros documentos, un acuerdo concejil del 24 de abril de 1595 que literalmente dice: “en este Ayuntamiento se trato de lo contenido en una petición que se presento por Fray Pedro de los Angeles, predicador del Convento de San Francisco de esta ciudad, por la cual piden se cierre la puerta que esta hecha en su iglesia y se haga el coro para que se pueda pasar a la iglesia nueva el Santísimo Sacramento, y habiendo platicado y conferido sobre ello se cometió a don Diego de Vargas y a Marcos de Orellana, regidores, que hagan la dicha obra el maestro y oficiales de ella y se entienda lo que podría costar la obra que el dicho convento pide en la dicha iglesia y vayan haciendo relación en el Ayuntamiento”. En 9 de junio de este mismo año “mandaronse librar a Diego Gonzalez, maestro de obras , doscientos ducados a buena cuenta de los seiscientos ducados en que se le remato la obra del coro de San Francisco en el mayordomo de Propios”. Cit. TENA FERNANDEZ, 1967, 169.

[3] En 1677, fecha en que escribe la Crónica del Padre Sta. Cruz, la obra de la iglesia no estaba concluida: ".. la iglesia nueva començo, y prosiguió con algunas suspensiones; y aun oy esta por fabricar la capilla Mayor: y entre tanto se atajo el sitio con un paredón y sirve el cuerpo restante...".

Las obras de la iglesia y convento llegaron a su término en 1735, cooperando el obispo de Plasencia Fray Francisco Lasso de la Vega y la ayuda económica de la Cofradía de la Vera-Cruz, erigida canónicamente en la iglesia. Protocolo de Pedro de Rodas Serrano, Archivo Municipal de Trujillo.