jueves, 11 de septiembre de 2025

 

DIEGO MUÑOZ TORRERO, cura liberal y constitucionalista

Diego Francisco Muñoz Torrero nació en Cabeza del Buey en el seno de una familia que, pese a su origen plebeyo, ocupaba una posición destacada en la vida social y económica del municipio. Su padre, Diego Antonio Muñoz Torrero, ejercía como farmacéutico y profesor de Latín, además de administrar con eficacia un patrimonio agropecuario que aseguró el bienestar familiar. Su madre, María Francisca Ramírez Moyano, provenía de un entorno más humilde, con recursos económicos muy limitados.

El matrimonio, contraído el 16 de febrero de 1760, tuvo dos hijos: Diego Francisco, primogénito, y María de San Demetrio, nacida en octubre de 1762. La temprana muerte de la madre, ocurrida el 9 de enero de 1764, marcó a la familia, que quedó bajo el cuidado exclusivo del padre. Viudo hasta su fallecimiento en enero de 1801, Diego Antonio se encargó de criar a sus hijos y de preservar, con notable acierto, la estabilidad patrimonial del hogar. Así, entre un linaje de arraigo local y las limitaciones de una rama materna modesta, se forjó la figura de Muñoz Torrero, quien habría de ocupar un lugar destacado en la historia política e intelectual de su tiempo.

Diego Francisco Muñoz Torrero recibió su primera formación en Cabeza del Buey, donde su padre, Diego Antonio, le enseñó las primeras letras y el latín en la preceptoría de Gramática que regentaba. Con quince años, en 1776, inició estudios en la Universidad de Salamanca, institución en la que permanecería casi quince años entre su etapa como estudiante y como rector. Tras un breve curso intensivo de latín, ingresó formalmente en Artes en 1777, obteniendo rápidamente sus primeras acreditaciones en Lógica, Súmulas y Metafísica. Posteriormente orientó su carrera hacia la Teología, disciplina que constituiría el eje de su trayectoria académica y eclesiástica.

En 1783, a los 22 años, se graduó como bachiller en Teología, título que le habilitaba ya para ejercer profesionalmente fuera de la Universidad, y que consolidaba las bases de su futura actividad intelectual y clerical.

Tras obtener el bachillerato en Teología, Diego Francisco Muñoz Torrero aspiraba a mayores metas académicas. Entre 1783 y 1784 asistió a academias para optar al grado de licenciado y pronto comenzó a ejercer como docente. En diciembre de 1784 fue nombrado profesor interino en una Cátedra de Artes, cargo que asumió en enero de 1785. Su carrera dio un salto decisivo en enero de 1786, cuando, por Real Carta-Orden, fue designado catedrático de Regencia de Artes. Ese mismo año, a los 25, tomó también una decisión personal crucial: ordenarse sacerdote, consolidando así su vocación religiosa y abriendo de manera definitiva el camino de su vida eclesiástica.

En 1787, Diego Francisco Muñoz Torrero dio un giro decisivo a su trayectoria académica. Aunque no obtuvo la cátedra De locis theologicis, alcanzó en octubre la licenciatura en Teología y, apenas un mes después, fue elegido rector de la Universidad de Salamanca con tan solo 26 años.

Su mandato, marcado por un talante afable pero firme, se caracterizó por el respeto a la tradición unido a un espíritu reformista. Durante su rectorado impulsó la mejora de la Biblioteca universitaria, la creación del Colegio de Filosofía y la renovación de planes de estudio, iniciativas que reflejaban su compromiso con la modernización de la enseñanza frente a la resistencia de los sectores más conservadores. Al frente de la institución, gestionó debates y conflictos sobre rentas, salarios y dotaciones, dejando constancia de un rectorado breve pero intenso, que situó a Salamanca en la encrucijada entre el escolasticismo tradicional y las ideas ilustradas.

En sus años de ocio en Salamanca, Diego Francisco Muñoz Torrero frecuentó las tertulias de Ramón de Salas, donde se debatían temas de política, derecho y filosofía. Sin embargo, en 1790 sorprendió al abandonar la Universidad para dedicarse por completo a la vida religiosa.

De las dos décadas siguientes apenas se tienen noticias. Se sabe que pasó un tiempo en Cabeza del Buey y que, hacia 1792, se trasladó a Madrid para opositar a una capellanía en la iglesia de San Isidro, plaza que no obtuvo pese a sus méritos. Poco después, gracias al marqués de Villafranca del Bierzo, obtuvo una canonjía en la colegiata de esa villa, donde ejerció como chantre durante casi veinte años.

Allí residía aún en 1808, cuando estalló la Guerra de la Independencia. Su vida dio entonces un nuevo vuelco: en el verano de 1810 fue elegido diputado por Extremadura y se trasladó a la isla de León, incorporándose a la actividad política que marcaría el resto de su trayectoria.

El 24 de septiembre de 1810, en la isla de León, Diego Francisco Muñoz Torrero asumió el honor de inaugurar las Cortes Generales y Extraordinarias como su primer presidente. Con voz firme proclamó que en ellas residía la soberanía nacional, marcando el inicio del constitucionalismo español.

De carácter austero y enemigo de los discursos vacíos, se distinguió por su rigor intelectual y su capacidad de síntesis. Participó en nueve comisiones y fue protagonista en los debates clave: la Ley de Libertad de Imprenta, la abolición del Santo Oficio, la cuestión de los señoríos y mayorazgos, y la redacción de la Constitución de 1812, de cuya Comisión Constitucional fue presidente. Autor de propuestas decisivas como el Decreto del 24 de septiembre o los Principios Generales de la Nación Española, Muñoz Torrero quedó consagrado como uno de los principales arquitectos de “La Pepa”. Defensor de la monarquía parlamentaria moderada, de las libertades individuales y del principio de soberanía nacional, su figura se consolidó como la de un auténtico padre del liberalismo español.

Durante los años de las Cortes de Cádiz, Diego Muñoz Torrero no limitó su actividad al Parlamento, también colaboró de forma anónima en la prensa, al tiempo que cumplía con sus deberes religiosos. Sin embargo, la incompatibilidad establecida por la Constitución le impidió renovar su escaño en las Cortes Ordinarias, lo que le apartó de la vida parlamentaria a partir de 1812.

La restauración absolutista de Fernando VII en 1814 marcó un punto de inflexión. Tras el decreto del 4 de mayo que anulaba la Constitución de 1812, Muñoz Torrero, ya residente en Madrid, fue detenido el 10 de mayo y acusado de lesa majestad, con pena de muerte. Lejos de retractarse, defendió con firmeza la legitimidad de su labor en defensa de la nación y del trono. Aunque los tribunales no lograron fundamentar una condena, el propio monarca firmó el 15 de diciembre de 1814 un decreto que castigaba a los diputados liberales. Los eclesiásticos, entre ellos Muñoz Torrero, fueron recluidos en distintos conventos, iniciando así un largo periodo de persecución y cautiverio.

Condenado en 1816 a seis años de reclusión, Diego Muñoz Torrero fue enviado al convento franciscano de Erbón, en Padrón (La Coruña), donde pasó casi un lustro entregado al estudio y la oración, aislado por completo de la vida política.

Su destino cambió con el triunfo del pronunciamiento de Rafael del Riego en 1820. El 28 de febrero, los constitucionalistas lo liberaron y, de inmediato, se unió a la Junta Superior de Gobierno de La Coruña, colaborando activamente durante más de tres meses. Poco después, el 21 de mayo, fue elegido diputado por Badajoz en el convento de San Gabriel.

Ya en Madrid, su precariedad económica lo obligó a una vida austera. Primero residió en un cuarto de la calle Preciados, luego en casa de su paisano Juan Álvarez Guerra y, más tarde, en una pequeña habitación del convento de las monjas de Góngora, compartida con su amigo Bernardino Miguel Romero.

La vida de Diego Muñoz Torrero durante el Trienio Liberal estuvo marcada por la austeridad y las privaciones. Su costumbre de repartir sus ingresos entre los pobres y la reducción de las rentas eclesiásticas lo sumieron en una pobreza visible, que lo obligaba a llevar ropa remendada y a sobrevivir con lo mínimo.

Pese a ello, se mantuvo activo en las Cortes, participando en comisiones clave como Libertad de Imprenta, Instrucción Pública y la Diputación Permanente, de la que llegó a ser presidente en noviembre de 1820. Su estilo, fiel a su carácter, buscó siempre la concordia y la tolerancia entre los diputados.

Su mayor decepción llegó con la negativa del papa Pío VII a preconizarlo como obispo de Guadix, frustrando el reconocimiento a su trayectoria eclesiástica. Tras ser derrotado en las elecciones de 1821, abandonó la política y retomó su labor de canónigo en Villafranca, hasta la caída del régimen constitucional en 1823. Ese mismo año, con la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, se refugió primero en Badajoz y después en Portugal. En la villa fronteriza de Campo Maior vivió casi cinco años en el anonimato, entregado a la oración, al estudio y a la preparación de escritos religiosos que había dejado pendientes por sus compromisos políticos.

La adversidad no abandonó a Diego Muñoz Torrero en sus últimos años. Refugiado en Portugal tras la caída del régimen constitucional español, quedó atrapado en el conflicto dinástico y la represión absolutista que siguió a la entronización del infante Miguel. En noviembre de 1828 fue arrestado en Lisboa y encarcelado en la Torre de San Julián de la Barra, donde sufrió condiciones infrahumanas y varios ataques apopléticos. Moría allí, en abril de 1829, a los 68 años, en la pobreza y el abandono, pero fiel a sus principios liberales y a su fe religiosa.

Enterrado sin dignidad junto a la prisión, su memoria fue reivindicada tras el triunfo del liberalismo. En 1834, sus restos fueron trasladados al cementerio de Oeiras, y en 1864, al de San Nicolás en Madrid. Su llegada fue celebrada como la de un héroe por la prensa y el pueblo liberal, aunque no faltaron las muestras de desprecio de los sectores absolutistas, que nunca le perdonaron haber sido uno de los padres de la Constitución de 1812.

A diferencia de muchos de sus contemporáneos, no se conservan obras ni correspondencia de Diego Muñoz Torrero. Se sabe que en Cádiz escribía artículos periodísticos y trabajaba en una obra sobre temas religiosos, y que durante su exilio en Campo Maior elaboró un Catecismo Político. La pérdida de estos documentos limita el conocimiento directo sobre un hombre cuya vida giró entre la modernización universitaria y la defensa de la monarquía parlamentaria con garantías de libertad individual.

Su figura refleja constancia y coherencia: liberal, constitucionalista y profundamente religioso.

De complexión media y movimientos reposados, destacaba por su voz clara y respetuosa. Historiadores coinciden en resaltar su cultura, integridad moral, modestia, laboriosidad y bondad, combinadas con una piedad ilustrada y tolerante. Bajo su apariencia amable y generosa se escondía un hombre austero, reflexivo y firme en la defensa de sus convicciones. Su vida, marcada por persecuciones y martirio, anticipó muchas ideas propias de la transición de un absolutismo en crisis hacia un liberalismo burgués incipiente.























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