DIEGO MUÑOZ TORRERO,
cura liberal y constitucionalista
Diego Francisco Muñoz Torrero nació en Cabeza del Buey en
el seno de una familia que, pese a su origen plebeyo, ocupaba una posición
destacada en la vida social y económica del municipio. Su padre, Diego Antonio
Muñoz Torrero, ejercía como farmacéutico y profesor de Latín, además de
administrar con eficacia un patrimonio agropecuario que aseguró el bienestar
familiar. Su madre, María Francisca Ramírez Moyano, provenía de un entorno más
humilde, con recursos económicos muy limitados.
El matrimonio, contraído el 16 de febrero de 1760, tuvo
dos hijos: Diego Francisco, primogénito, y María de San Demetrio, nacida en
octubre de 1762. La temprana muerte de la madre, ocurrida el 9 de enero de
1764, marcó a la familia, que quedó bajo el cuidado exclusivo del padre. Viudo
hasta su fallecimiento en enero de 1801, Diego Antonio se encargó de criar a
sus hijos y de preservar, con notable acierto, la estabilidad patrimonial del
hogar. Así, entre un linaje de arraigo local y las limitaciones de una rama
materna modesta, se forjó la figura de Muñoz Torrero, quien habría de ocupar un
lugar destacado en la historia política e intelectual de su tiempo.
Diego Francisco Muñoz Torrero recibió su primera
formación en Cabeza del Buey, donde su padre, Diego Antonio, le enseñó las primeras
letras y el latín en la preceptoría de Gramática que regentaba. Con quince
años, en 1776, inició estudios en la Universidad de Salamanca, institución en
la que permanecería casi quince años entre su etapa como estudiante y como
rector. Tras un breve curso intensivo de latín, ingresó formalmente en Artes en
1777, obteniendo rápidamente sus primeras acreditaciones en Lógica, Súmulas y
Metafísica. Posteriormente orientó su carrera hacia la Teología, disciplina que
constituiría el eje de su trayectoria académica y eclesiástica.
En 1783, a los 22 años, se graduó como bachiller en
Teología, título que le habilitaba ya para ejercer profesionalmente fuera de la
Universidad, y que consolidaba las bases de su futura actividad intelectual y
clerical.
Tras obtener el bachillerato en Teología, Diego Francisco
Muñoz Torrero aspiraba a mayores metas académicas. Entre 1783 y 1784 asistió a
academias para optar al grado de licenciado y pronto comenzó a ejercer como
docente. En diciembre de 1784 fue nombrado profesor interino en una Cátedra de
Artes, cargo que asumió en enero de 1785. Su carrera dio un salto decisivo en
enero de 1786, cuando, por Real Carta-Orden, fue designado catedrático de
Regencia de Artes. Ese mismo año, a los 25, tomó también una decisión personal
crucial: ordenarse sacerdote, consolidando así su vocación religiosa y abriendo
de manera definitiva el camino de su vida eclesiástica.
En 1787, Diego Francisco Muñoz Torrero dio un giro
decisivo a su trayectoria académica. Aunque no obtuvo la cátedra De locis theologicis, alcanzó en octubre
la licenciatura en Teología y, apenas un mes después, fue elegido rector de la
Universidad de Salamanca con tan solo 26 años.
Su mandato, marcado por un talante afable pero firme, se
caracterizó por el respeto a la tradición unido a un espíritu reformista.
Durante su rectorado impulsó la mejora de la Biblioteca universitaria, la
creación del Colegio de Filosofía y la renovación de planes de estudio,
iniciativas que reflejaban su compromiso con la modernización de la enseñanza
frente a la resistencia de los sectores más conservadores. Al frente de la
institución, gestionó debates y conflictos sobre rentas, salarios y dotaciones,
dejando constancia de un rectorado breve pero intenso, que situó a Salamanca en
la encrucijada entre el escolasticismo tradicional y las ideas ilustradas.
En sus años de ocio en Salamanca, Diego Francisco Muñoz
Torrero frecuentó las tertulias de Ramón de Salas, donde se debatían temas de
política, derecho y filosofía. Sin embargo, en 1790 sorprendió al abandonar la
Universidad para dedicarse por completo a la vida religiosa.
De las dos décadas siguientes apenas se tienen noticias.
Se sabe que pasó un tiempo en Cabeza del Buey y que, hacia 1792, se trasladó a
Madrid para opositar a una capellanía en la iglesia de San Isidro, plaza que no
obtuvo pese a sus méritos. Poco después, gracias al marqués de Villafranca del
Bierzo, obtuvo una canonjía en la colegiata de esa villa, donde ejerció como
chantre durante casi veinte años.
Allí residía aún en 1808, cuando estalló la Guerra de la
Independencia. Su vida dio entonces un nuevo vuelco: en el verano de 1810 fue
elegido diputado por Extremadura y se trasladó a la isla de León,
incorporándose a la actividad política que marcaría el resto de su trayectoria.
El 24 de septiembre de 1810, en la isla de León, Diego
Francisco Muñoz Torrero asumió el honor de inaugurar las Cortes Generales y
Extraordinarias como su primer presidente. Con voz firme proclamó que en ellas
residía la soberanía nacional, marcando el inicio del constitucionalismo
español.
De carácter austero y enemigo de los discursos vacíos, se
distinguió por su rigor intelectual y su capacidad de síntesis. Participó en
nueve comisiones y fue protagonista en los debates clave: la Ley de Libertad de
Imprenta, la abolición del Santo Oficio, la cuestión de los señoríos y
mayorazgos, y la redacción de la Constitución de 1812, de cuya Comisión
Constitucional fue presidente. Autor de propuestas decisivas como el Decreto
del 24 de septiembre o los Principios Generales de la Nación Española, Muñoz
Torrero quedó consagrado como uno de los principales arquitectos de “La Pepa”.
Defensor de la monarquía parlamentaria moderada, de las libertades individuales
y del principio de soberanía nacional, su figura se consolidó como la de un
auténtico padre del liberalismo español.
Durante los años de las Cortes de Cádiz, Diego Muñoz
Torrero no limitó su actividad al Parlamento, también colaboró de forma anónima
en la prensa, al tiempo que cumplía con sus deberes religiosos. Sin embargo, la
incompatibilidad establecida por la Constitución le impidió renovar su escaño
en las Cortes Ordinarias, lo que le apartó de la vida parlamentaria a partir de
1812.
La restauración absolutista de Fernando VII en 1814 marcó
un punto de inflexión. Tras el decreto del 4 de mayo que anulaba la
Constitución de 1812, Muñoz Torrero, ya residente en Madrid, fue detenido el 10
de mayo y acusado de lesa majestad, con pena de muerte. Lejos de retractarse,
defendió con firmeza la legitimidad de su labor en defensa de la nación y del
trono. Aunque los tribunales no lograron fundamentar una condena, el propio
monarca firmó el 15 de diciembre de 1814 un decreto que castigaba a los
diputados liberales. Los eclesiásticos, entre ellos Muñoz Torrero, fueron
recluidos en distintos conventos, iniciando así un largo periodo de persecución
y cautiverio.
Condenado en 1816 a seis años de reclusión, Diego Muñoz
Torrero fue enviado al convento franciscano de Erbón, en Padrón (La Coruña),
donde pasó casi un lustro entregado al estudio y la oración, aislado por
completo de la vida política.
Su destino cambió con el triunfo del pronunciamiento de
Rafael del Riego en 1820. El 28 de febrero, los constitucionalistas lo
liberaron y, de inmediato, se unió a la Junta Superior de Gobierno de La
Coruña, colaborando activamente durante más de tres meses. Poco después, el 21
de mayo, fue elegido diputado por Badajoz en el convento de San Gabriel.
Ya en Madrid, su precariedad económica lo obligó a una
vida austera. Primero residió en un cuarto de la calle Preciados, luego en casa
de su paisano Juan Álvarez Guerra y, más tarde, en una pequeña habitación del
convento de las monjas de Góngora, compartida con su amigo Bernardino Miguel
Romero.
La vida de Diego Muñoz Torrero durante el Trienio Liberal
estuvo marcada por la austeridad y las privaciones. Su costumbre de repartir
sus ingresos entre los pobres y la reducción de las rentas eclesiásticas lo
sumieron en una pobreza visible, que lo obligaba a llevar ropa remendada y a
sobrevivir con lo mínimo.
Pese a ello, se mantuvo activo en las Cortes,
participando en comisiones clave como Libertad de Imprenta, Instrucción Pública
y la Diputación Permanente, de la que llegó a ser presidente en noviembre de
1820. Su estilo, fiel a su carácter, buscó siempre la concordia y la tolerancia
entre los diputados.
Su mayor decepción llegó con la negativa del papa Pío VII
a preconizarlo como obispo de Guadix, frustrando el reconocimiento a su
trayectoria eclesiástica. Tras ser derrotado en las elecciones de 1821, abandonó
la política y retomó su labor de canónigo en Villafranca, hasta la caída del
régimen constitucional en 1823. Ese mismo año, con la invasión de los Cien Mil
Hijos de San Luis, se refugió primero en Badajoz y después en Portugal. En la
villa fronteriza de Campo Maior vivió casi cinco años en el anonimato,
entregado a la oración, al estudio y a la preparación de escritos religiosos
que había dejado pendientes por sus compromisos políticos.
La adversidad no abandonó a Diego Muñoz Torrero en sus
últimos años. Refugiado en Portugal tras la caída del régimen constitucional
español, quedó atrapado en el conflicto dinástico y la represión absolutista
que siguió a la entronización del infante Miguel. En noviembre de 1828 fue
arrestado en Lisboa y encarcelado en la Torre de San Julián de la Barra, donde
sufrió condiciones infrahumanas y varios ataques apopléticos. Moría allí, en
abril de 1829, a los 68 años, en la pobreza y el abandono, pero fiel a sus
principios liberales y a su fe religiosa.
Enterrado sin dignidad junto a la prisión, su memoria fue
reivindicada tras el triunfo del liberalismo. En 1834, sus restos fueron
trasladados al cementerio de Oeiras, y en 1864, al de San Nicolás en Madrid. Su
llegada fue celebrada como la de un héroe por la prensa y el pueblo liberal,
aunque no faltaron las muestras de desprecio de los sectores absolutistas, que
nunca le perdonaron haber sido uno de los padres de la Constitución de 1812.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos, no se
conservan obras ni correspondencia de Diego Muñoz Torrero. Se sabe que en Cádiz
escribía artículos periodísticos y trabajaba en una obra sobre temas
religiosos, y que durante su exilio en Campo Maior elaboró un Catecismo Político. La pérdida de estos
documentos limita el conocimiento directo sobre un hombre cuya vida giró entre
la modernización universitaria y la defensa de la monarquía parlamentaria con
garantías de libertad individual.
Su figura refleja constancia y coherencia: liberal,
constitucionalista y profundamente religioso.
De complexión media y movimientos reposados, destacaba
por su voz clara y respetuosa. Historiadores coinciden en resaltar su cultura,
integridad moral, modestia, laboriosidad y bondad, combinadas con una piedad
ilustrada y tolerante. Bajo su apariencia amable y generosa se escondía un
hombre austero, reflexivo y firme en la defensa de sus convicciones. Su vida,
marcada por persecuciones y martirio, anticipó muchas ideas propias de la
transición de un absolutismo en crisis hacia un liberalismo burgués incipiente.
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