ERMITA
DE SANTA GERTRUDIS DE CACERES
Está ubicada en la calle Santa
Gertrudis, al final de la popular calle “Barrio Nuevo” el aspecto actual del
templo dista mucho del que tuviera en sus orígenes. Fue construida en el siglo
XVII, perteneciendo a la jurisdicción de la iglesia de San Juan. Debido a su
mal estado de conservación se cerró al culto en el siglo XIX, trasladándose a
la iglesia de San Juan sus bienes muebles. En el año 1889 se abrió nuevamente
al culto, y para su cuidado se autorizó que allí se asentasen las religiosas de
la comunidad Amantes de Jesús, que regentaron una Escuela-Hogar (actual Colegio
de San José) para niñas pobres, la ermita pasó a ser la iglesia del centro religioso.
El templo conserva las siguientes
imágenes: el Cristo del Amor, del año 1930, procedente de los talleres de
Olot; Ntra. Sra. de la Caridad, obra del siglo XVIII y el Señor de las Penas,
obra de estimable valor artístico del siglo XVI, sale en procesión el Viernes
de Dolores y el Domingo de Ramos (por la tarde) con los hermanos cofrades de la
Cofradía del Cristo del Amor al igual que las dos restantes imágenes citadas,
el Jueves Santo. La ermita pertenece a la parroquia de San José y es sede de la
cofradía del Cristo del Amor, fundada en 1989. La escultura de mayor valor
artístico que se venera en esta ermita es la del Señor de las Penas, restaurada
con esmero por varios restauradores en diferentes fases.
En una primera fase: Tallado de la parte
posterior, peana y sujeción a ésta, así como de varios dedos de las manos y los
pies: Realizado por el escultor sevillano don Antonio Gibello.
En una segunda fase: Consolidación,
restitución de la pigmentación perdida, limpieza y policromado en los añadidos:
Realizado en el Taller Cacereño Gótico: por doña María Ángeles Penis Rentero y doña Gracia Sánchez-Herrero Rosado.
Fase III. Nuevas veladuras, encarnaduras y retoques realizados por don Juan J. Camisón.
Fase IV. Nuevo diseño y retallado, dorado y policromado del manto, así como
de la corona y de algún detalle de la cara. : Realizada por don Eduardo Álvarez y don Juan J. Camisón.
Estamos ante una figura que representa a Jesús
ante Pilatos tras haber sido flagelado y befado por los sayones. Este Ecce
Homo o Cristo Varón de Dolores, como es de uso que se denomine a tal
iconografía de Cristo, aparece desnudo, coronado de espinas, ensangrentado,
maniatado, con la carne tumefacta por las marcas dejadas por los latigazos y
bofetadas, y portando una clámide roja que le cubre la espalda y arrastra hasta
el suelo. Están sus ingles cubiertas por el consabido paño de pureza y lleva
entre las manos maniatadas una caña, símbolo absoluto de burla y escarnio. La
expresión de su rostro es altamente dramática y congestionada, contrastando con
el casi derrumbamiento que todos los miembros de su cuerpo están a punto de
sufrir. Pero es, sin duda, en esa mezcla de impotencia y majestuosidad donde
radica su indudable belleza.
Es una escultura de bulto redondo, realizada en madera de cedro. Nunca fue
pensada para ser procesionada, sino que debió de formar parte de un retablo de
altar originalmente. El ahuecamiento de la parte posterior que presentaba y la
factura así lo atestiguan. Habría que situarla entre finales del XVI y muy principios
del XVII. Por una parte, la clámide rectilínea, nada barroca, el aspecto
compacto de todo el conjunto de la imagen, su macicez, su tronco musculoso, su
morbidez, el giro lastimoso de su cabeza, la S que prefigura todo su cuerpo
humillado, abatido y aún aguantando con brío la dureza del castigo, nos hacen
pensar en el movimiento manierista heredado de Italia y tan en boga en España
(escuelas burgalesa y vallisoletana principalmente) en los finales del XVI como
una reacción a la estética renacentista, pero por otra parte la gran
expresividad del rostro, el dramatismo, el fuerte modelado de los volúmenes y
un cromatismo muy significativo nos conducen hacia un tipo de escultura que,
sin duda, anuncia ya a los grandes imagineros del Naturalismo castellano. A
pesar de la antigüedad, el estado de conservación de la pieza es bueno. Ésta es
una descripción pormenorizada del mismo. La encarnadura original del siglo XVI
ha desaparecido casi por completo por haber sido repintada la pieza en el siglo
XVIII, debido posiblemente al mal estado en que se encontrara la que se realizó
en origen. La que actualmente presenta es más clara que la primera y menos
sanguinolenta (dato que hemos apreciado a través de ciertos desconchones en el
repinte), pero no por ello menos importante. Sin embargo, el resto de la
policromía es la original: estofados de la capa, rajado del paño de pureza,
veladuras del rostro, pigmentación de la corona de espinas, de la cuerda que lo
maniata, de la cabellera y de la barba..., a excepción de los retoques
realizados en la actualidad allí donde se consideró necesario hacerlos para una
digna presentación en público de la imagen. De la misma manera que ha habido
que retallar partes de la clámide, de los dedos, de las manos y de los pies, de
la corona y de la cabellera que habían desaparecido.
La escultura está documentada y certificada (documentación en poder de la
Cofradía) como obra del escultor Pedro
de la Cuadra, tallista de la escuela castellana que trabajó en
Valladolid y sus alrededores desde el 1595 al 1624. Empezó su labor siguiendo
las directrices escultóricas manieristas del momento y que marcaron maestros
como Gaspar Becerra y Esteban Jordán, pero pronto su arte había de cristalizar
en el naturalismo de los grandes imagineros del siglo XVII. Esta evolución
artística se debe sin duda a la estrecha amistad que le unió a Gregorio
Fernández, del que recogió, evidentemente, su mensaje escultórico al menos en
lo formal, pues no hay que ocultar que si bien el parecido de la imaginería de Pedro de la Cuadra con la de Gregorio
Fernández es obvio (al menos en los trabajos realizados dentro del siglo XVII)[1] sin embargo nunca llegó
nuestro tallista a lograr la espiritualidad del gran maestro, dotado, amén de
su notabilidad escultórica, con una unción espiritual y religiosa en su calidad
de devoto creyente, inigualable, rasgo en el que no destacó precisamente Pedro de la Cuadra. En esta obra del
Cristo de las Penas, se observa la calidad de imaginero, un gran sentido de la
composición en el que el equilibrio de las masas y el equilibrio de la fuerza
expresiva se armonizan logrando el sentido plástico que debe presidir toda obra
de arte[2].
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